LA VERDADERA
HISTORIA 38 – CONTENIDOS
LOS
BANQUEROS BOLCHEVIQUES - Antonio Pérez Omister
Existen numerosas evidencias que
demuestran que la Revolución rusa de 1917 fue financia-da por la banca
internacional liderada por el poderoso sindicato de banqueros instalados en
Wall Street y Londres.
El influyente rabino Wise declaraba lo
siguiente en el New York Times del 24 de marzo de 1917: Creo que de todos los logros de mi pueblo, ninguno ha sido más noble
que la parte que los hijos e hijas de Israel han tomado en el gran movimiento
que ha culminado en la Rusia Libre (¡La Revolución!).
Asimismo, del Registro de la Comunidad
Judía de la ciudad de Nueva York, se extrae el si-guiente texto: La empresa de Kuhn-Loeb & Company sostuvo
el préstamo de guerra japonés entre 1904 y 1905, haciendo así posible la
victoria japonesa sobre Rusia. Jacob Schiff financió a los enemigos de la Rusia
autocrática y usó su influencia para mantener alejada a Rusia de los mercados
financieros de los Estados Unidos.
En 1916 se celebró en Nueva York un
congreso de organizaciones marxistas rusas. Estos gastos fueron sufragados por
el banquero Jacob Schiff. Otros de los banqueros que asistieron e hicieron
generosas donaciones fueron Felix Warburg, Otto Kahn, Mortimer Schiff y Olaf
Asxhberg.
Sin embargo, según la historia oficial que
se enseña en las escuelas y en las universidades se asegura que las
revoluciones de 1905 y 1917 en Rusia se debieron a un minúsculo grupús-culo de
revolucionarios marxistas que, liderados por Lenin y Trotsky lucharon
heroicamente contra la opresión y la tiranía zarista logrando alcanzar el poder
e implantar un sistema, el mar-xista, que había sido diseñado por Karl Marx
varias décadas antes para ser implantado en la Alemania industrializado, y no
en la paupérrima Rusia rural y desindustrializada. Consecuen-cia: la revolución
marxista creó más miseria y desheredados que el propio sistema que preten-día
erradicar.
Para toda empresa, incluida la
implantación del marxismo, se necesita mucho dinero, un dinero cuya procedencia
jamás aclararon los líderes del marxismo. Sin dinero e influencias no se puede
lograr nada.
Sabemos que durante la guerra de Crimea
(1853-1856) James Rothschild se ofreció muy gentilmente para su financiación y
que la emperatriz Eugenia de Montijo intercedió en su favor para convencer al
emperador francés Napoleón III. Gracias a esto, Rothschild consiguió un doble
objetivo: accedió al consejo de administración del Banco de Francia, y logró
infligir un serio revés al zar, considerado ya entonces el tiránico opresor de
los judíos. El duque de Coburgo cuenta esto en sus memorias: Esta actitud hostil contra el zar debe
atribuirse a que los israelitas sufrían una particular opresión en Rusia.
Muy caro le iban a costar a Francia sus
negocios con los Rothschild. Más tarde, la élite finan-ciera logró aislar
diplomáticamente a Rusia, mientras, a través de la banca Kuhn-Loeb y Co de New
York, cuyo jefe era Jacob Schiff, agente de Rothschild, financió al Japón en
1905 y se ocu-pó de que el resto de banqueros del sindicato internacional no
concediesen créditos a Rusia para seguir adelante con la guerra, lo que provocó
la derrota rusa y la consiguiente revolución que se desató en 1905.
Otra vez se había aplicado la fórmula
Rothschild de cerrar el grifo del crédito al gobierno que le interesaba
derrocar, y concederlo al que convenía potenciar para eliminar al primero.
Aquella línea de crédito abierta por la banca al Japón le sirvió para
modernizar su Ejército y su Armada, cuyo expansionismo culminaría con la
invasión de China en 1937 y, posteriormente, con su intervención en la Segunda
Guerra Mundial contra Estados Unidos y Gran Bretaña, los mismos países que le
habían financiado a partir de 1905 para vencer a los rusos, y en 1914 pa-ra
frenar el expansionismo alemán en el Extremo Oriente.
Hacia esa época, durante la breve guerra
ruso-japonesa de 1905, y la sangrienta revolución que agitó el imperio ruso,
hizo su aparición en escena un tal Leiba Davidovich Bronstein, alias León
Trotsky, que es encarcelado y logra huir de Siberia para residir después en
Suiza, París y Londres donde conoce a otros refugiados como Lenin, Plejanov y
Martov. Así lo cuenta el propio Trotsky en su autobiografía: He vivido exiliado, en conjunto, unos doce
años, en varios países de Europa y América: dos años antes de estallar la
revolución de 1905 y unos diez des-pués de su represión. Durante la guerra, fui
condenado a prisión por rebeldía en la Alemania gobernada por los Hoehenzollern
(1905); al año siguiente fui expulsado de Francia y me tras-ladé a España,
donde, tras una breve detención en la cárcel de Madrid y un mes de estancia en
Cádiz bajo la atenta vigilancia de la policía, me expulsaron de nuevo y
embarqué con rumbo a Norteamérica. Allí, me sorprendieron las primeras noticias
de la revolución rusa de febrero (1917). De vuelta a Rusia, en marzo de ese
mismo año, fui detenido por los ingleses e internado durante un mes en un campo
de concentración en Canadá. Tomé parte activa en las revolú-ciones de 1905 y
1917, y en ambas ocasiones fui presidente del Soviet de Petrogrado. Como hijo
de un terrateniente acomodado, pertenecía más bien al grupo de los
privilegiados que al de los oprimidos. En mi familia y en la finca se hablaba el
ruso ucraniano. Y aunque en las es-cuelas sólo admitían a los chicos judíos
hasta un cierto cupo, por cuya causa hube de perder un año, como era siempre el
primero de la clase, para mí no regía aquella limitación.
Resulta que en ese período tan convulso de
la historia, Trotsky se convierte en un hombre de élite, regresando a Rusia
casado con la hija de Givotovsky uno de los socios menores de los banqueros
Warburg, socios y además parientes de Jacob Schiff, de ahí que Trotsky se
convier- ta en el principal revolucionario de 1905. La conexión de Trotsky con
la revolución bolchevique se realiza gracias a la mujer de Lenin, Krupsakaya.
Tanto peso tenía esta mujer que el movi-miento bolchevique de Trotsky señala su
trabajo en el exilio. Por supuesto que, del misterioso origen de sus fuentes de
financiación, no se dice ni una sola palabra: Lenin había ido concen-trando en sus manos las comunicaciones con
Rusia. La secretaría de la redacción estaba a cargo de su mujer, Nereida
Kostantinovna Krupsakaya. La Krupsakaya era el centro de todo el trabajo de
organización, la encargada de recibir a los camaradas que llegaban a Londres,
de despachar y dar instrucciones a los que partían, de establecer la
comunicación con ellos, de escribir las cartas, cifrándolas y descifrándolas.
En su cuarto olía casi siempre a papel que-mado, a causa de las cartas y
papeles que constantemente había que estar haciendo desa-parecer.
Los banqueros también apoyaron a la URSS
durante la Guerra Fría, tanto económica como tecnológicamente, gracias al
traspaso de patentes e información técnica. Del mismo modo que llevan dos
décadas apoyando y favoreciendo de todas las maneras imaginables al Régimen
comunista chino.
Mientras las potencias occidentales se
gastaban miles de millones de dólares en armarse contra el enemigo soviético,
los especuladores controlaban a los dos bandos, como ya lo ha-bían hecho
durante las guerras napoleónicas y la primera guerra mundial. Su táctica era
infa-lible. Ganase quien ganase, ellos nunca saldrían perdiendo. Veamos algunos
ejemplos concre-tos sobre esta cuestión: Después de la Revolución bolchevique,
la Standard Oil, unida a los intereses de los Rockefeller, invirtió millones de
dólares en negocios en la URSS. Entre otras adquisiciones, se hizo con la mitad
de los campos petrolíferos del Cáucaso.
Según informes del Departamento de Estado
norteamericano, la banca Kuhn-Loeb financió los planes de recuperación de los
bolcheviques durante los cinco primeros años de la Revolu-ción (1917-1922).
El ex director de cambio y divisas
internacionales de la Reserva Federal admitió en una con-ferencia pronunciada
el 5 de diciembre de 1984 que la banca soviética influía enormemente en el
mercado interbancario a través de determinadas empresas análogas
estadounidenses. Asi-mismo, los soviéticos se aliaron en 1980 con grandes
empresas occidentales para controlar el mercado mundial del oro.
Según se desprende de documentos del FBI
desclasificados y del Departamento de Estado norteamericano, apoyados por
documentos del Kremlin filtrados tras la caída de la URSS (1991), el magnate
Armand Hammer financió y colaboró desde los primeros años de la Revolu-ción
bolchevique en el establecimiento de la Unión Soviética. Albert Gore, padre del
ex vice-presidente Al Gore, trabajó durante buena parte de su vida para Hammer.
Albert Gore, desde su puesto en la Comisión de Relaciones Exteriores del
Senado, abortó varias investigaciones federales sobre las relaciones de Hammer
con la URSS. Además, el multimillonario financió la carrera política de Al
Gore, candidato a la presidencia de EEUU en 2000 y que, finalmente, fue
polémicamente derrotado por George W. Bush.
El Comité Reece del Congreso de los
Estados Unidos, encargado de investigar las opera-ciones de las fundaciones
libres de impuestos, descubrió la implicación de estas supuestas sociedades
filantrópicas dependientes de la banca privada, en la financiación de
movimientos revolucionarios en todo el mundo.
El New York Times publicó que el conocido
magnate Cyrus Eaton, junto con David Rocke-feller, alcanzó varios acuerdos con
los soviéticos para enviarles todo tipo de patentes durante la época de la
Guerra Fría. Es decir, los especuladores internacionales estuvieron durante
años enviando a la URSS capacidad tecnológica estadounidense para que pudiese
seguir la estela de EEUU en la carrera de armamentos. Algo que ya denunció el
senador y futuro presi-dente Richard Nixon en 1949, cuando Mao Zedong se hizo
con el poder en China. En 1972 los banqueros le obligaron a sellar la paz con
el tirano chino y dos años después le expulsaron de la Casa Blanca a través del
escándalo del Watergate por haber opuesto demasiadas objecio-nes a la que se
conoció como la gran apertura a China.
George Soros, es uno de los grandes
especuladores de nuestra época, y digno continuador de los Rothschild,
Rockefeller y Warburg. Resulta muy revelador recordar lo que el propio banquero
Paul Warburg declaró en cierta ocasión ante los miembros del Senado estadouni- dense:
Nos guste o no, tendremos un gobierno
mundial único. La cuestión es, si se conseguirá mediante consentimiento o por
imposición.
La
instauración de la Sociedad de Naciones, tras la Primera Guerra Mundial,
precursora de la actual ONU, refundada después de la Segunda Guerra Mundial,
fue el paso previo para el establecimiento de ese gobierno mundial del que
hablaba Warburg.
En 1929, cuando se produjo la gran crisis
financiera de Wall Street, inducida por los Rothschild, Rockefeller, Warburg,
Morgan y los demás banqueros del trust internacional, el Partido Nazi contaba
con cerca de 180.000 afiliados y, en las siguientes elecciones generales obtuvo
107 diputados en el Reichstag o Parlamento alemán. Tras una serie de crisis
guberna-mentales provocadas deliberadamente, las elecciones de 1932 le dieron
la mayoría al Partido Nacional Socialista con 230 diputados.
Los mismos especuladores que financiaron
la Revolución bolchevique, fueron los respon-sables de la ascensión de Hitler
al poder facilitándole el dinero para conseguirlo. Alguien pue-de objetar
diciendo que esos banqueros eran de origen judío casi todos, y que los nazis
eran marcadamente antijudíos. Las propias palabras de Rockefeller (de origen
judío) explican esta aparente contradicción: Los negocios y las empresas deben estar por encima de los conflictos
entre las Naciones.
El Partido Nacional Socialista obtuvo todo
tipo de apoyos desde los grandes bancos y trusts financieros. Los principales
banqueros creían que sólo con Hitler en el poder se podría evitar que se
llevase a cabo el plan de recuperación económica ideado por el doctor Wilhelm
Lauter-bach. El principal agente de los banqueros internacionales en esta
operación fue Greeley Schacht, presidente del Banco Central de Alemania, y desde
siempre vinculado a los intereses de la Banca J. P. Morgan.
Con su polémica renuncia al cargo, Schacht
provocó una profunda inestabilidad política y, en apenas cuatro años, Alemania
tuvo otros tantos gobiernos. El último de ellos, presidido por Von Schieicher,
consiguió cierta estabilidad, desasosegando a los especuladores. Con el apo-yo
de Schacht, los banqueros consiguieron que Von Schieicher fuese destituido de
su cargo de canciller y colocaron en su lugar a Hitler, fuertemente apoyado por
la gran banca con sede en Wall Street. En 1933 Hitler consiguió el apoyo de más
del 90% de los votantes, erigiéndose en Führer con una mayoría en las urnas
apabullante.
En la famosa Noche de los Cuchillos
Largos, uno de los asesinados, por supuesto, fue Von Schleicher, el único que
podía hacer frente a los intereses oligárquicos de la banca privada que, unidos
a las ansias de poder del nuevo canciller alemán, provocaron la Segunda Guerra
Mundial en 1939.
Una de las incógnitas de esa guerra es
saber por qué la aviación aliada, que contó con la supremacía aérea a partir de
1943, no destruyó las vías férreas que transportaban a los de-portados judíos a
los campos de exterminio. Tal vez una de las razones sea que desde la se-gunda
mitad del siglo XIX los judíos hasidim de Europa oriental controlaban el
mercado interna- cional de diamantes, que amenazaba con desbancar al del oro,
fiscalizado a nivel mundial por los Rothschild de Londres. Si el oro, como
valor absoluto de intercambio, era substituido por los diamantes, podía darse
un dramático vuelco en los mercados internacionales de divisas.
Por otra parte, los cientos de miles de
judíos europeos a los que los sionistas querían con-vencer para que abandonasen
sus hogares y emigrasen a Palestina para fundar allí un Estado hebreo, no lo
habrían hecho de no haberse visto obligados por la amenaza de la persecución,
primero, y por las dramáticas consecuencias del Holocausto, después.
Y esto nos lleva a tomar en consideración
una maquiavélica ecuación histórica, una diabó-lica y trágica relación
causa-efecto, según la cual, de no haberse producido el Holocausto, ja-más
hubiese llegado a fundarse el moderno estado de Israel. Repasemos brevemente
los prolegómenos de la fundación del hogar judío en Palestina preconizado por
los sionistas.
Un falso telegrama enviado el 16 de enero
de 1917 por el secretario de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, a su
embajador en México, Heinrich von Eckardt, durante la Pri-mera Guerra Mundial,
sirvió para convencer al pueblo norteamericano de que el Gobierno mexicano
estaba ultimando una alianza con el káiser Guillermo II para invadir los
Estados Unidos y recuperar los territorios perdidos en 1848. El telegrama fue convenientemente inter-ceptado por los
británicos y entregado por el almirante Hall al ministro de Relaciones Exte-riores,
Arthur James Balfour, que se lo dio al embajador estadounidense en Gran
Bretaña, Walter Page, quien a su vez se lo envió al presidente Woodrow Wilson.
El contenido de aquel telegrama aceleró la
entrada de los Estados Unidos en la guerra. Además, el mensaje fue enviado en
un momento en que los sentimientos belicistas se vivían con particular intensidad
en Estados Unidos: un submarino alemán había torpedeado el paque-bote RMS
Lusitania, un barco de pasajeros inglés. Varios cientos de pasajeros estadouni-denses
que viajaban a bordo, perdieron la vida. Muchos años después, ya en la década
de los años ochenta, cuando la historia no interesaba a nadie, se demostró que
el Lusitania, tal como había declarado el comandante del sumergible alemán (por
la implosión que se produjo en el buque), transportaba munición de artillería.
La misión de señuelo del RMS Lusitania fue pla-nificada y aprobada por el
propio lord del Almirantazgo, Winston Churchill.
Además de involucrar hábilmente a los
Estados Unidos en la contienda, los británicos pro-metieron a los influyentes
banqueros judíos, próximos a los postulados sionistas de Theodor Herzl, que si
Gran Bretaña derrotaba a Turquía, apoyaría la creación del anhelado hogar judío
en Palestina.
Por supuesto, ese hogar tenía un precio,
así que la comunidad judía internacional debía con-tribuir al esfuerzo de
guerra británico. Paralelamente, Arthur Balfour prometió exactamente lo mismo a
los árabes si combatían a los turcos en calidad de aliados de Gran Bretaña.
Cuando acabó la guerra donde dije digo,
digo Diego y aquí paz, y después gloria. Los ingleses se apro-piaron de los
territorios turcos, establecieron unas fronteras trazadas con tiralíneas (que
aún se mantienen) y dividieron aquellas tierras árabes en países ficticios que
no se correspondían con las etnias que los habitaban desde los tiempos
bíblicos, sino con los ricos yacimientos petrolíferos que contenían. A
continuación, crearon una serie de maleables petro monarquías de opereta, y se
dedicaron a explotar tranquilamente sus nuevos negocios. Básicamente, el
sistema de alianzas establecido en 1919 ha perdurado hasta nuestros días.
El teniente Thomas E. Lawrence (el Lawrence
de Arabia de la excelente película de David Lean) se mostró siempre crítico con
aquellos planes del Gobierno británico, y así se lo hizo saber a lo largo de
varios años, hasta que en 1935, aquel molesto héroe de la guerra del desier-to
falleció en un extraño accidente de tráfico cuando pilotaba su motocicleta por
una solitaria carretera que atravesaba la bucólica campiña inglesa.
Entretanto, los judíos se sentían
estafados por los ingleses. Sin embargo, y para paliar los efectos del
monumental engaño, durante la época de entreguerras (1919-1939), los británicos
permitieron a los judíos instalarse en Palestina. La mayoría eran rusos blancos
(anti bolche-viques) y europeos del este, ex ciudadanos del disuelto Imperio
Austrohúngaro. A partir de 1933, el flujo migratorio de judíos alemanes a
Palestina fue también considerable. Hasta esa época, la de entreguerras, la
población judía en Palestina era mayoritariamente sefardí, des-cendientes de
aquellos judíos españoles expulsados en 1492.
Terminada la Segunda Guerra Mundial en
1945, la marea de colonos judíos desembarcando en Palestina fue imparable y,
recuerda inquietantemente, las fenomenales avalanchas de ma-rroquíes y
subsaharianos que han llegado a España en los últimos diez años. De hecho, la
táctica empleada por los judíos europeos en Palestina, recuerda mucho la que
están emplean-do ahora los marroquíes en Ceuta y Melilla: conseguir, a través
de la inmigración, la mayoría demográfica necesaria para obtener su
independencia o, lo que es lo mismo, en caso de las ciudades autónomas
españolas, su integración en Marruecos.
Viendo lo que se les venía encima, los
británicos se quitaron de en medio y los judíos procla-maron el estado de
Israel el 14 de mayo de 1948. El resto del problema es de sobras conocido.
Arthur Balfour creó un terrible equívoco
en 1916, y esa artimaña diplomática de los británi-cos tuvo unos efectos
catastróficos en la zona. Luego, en 1948, secundados por los estado-unidenses,
vendieron a los judíos algo que no les pertenecía para saldar una vieja deuda
de guerra.
En 1916 Wilson fue reelegido presidente de
los Estados Unidos. Uno de sus eslóganes du-rante la campaña electoral fue: Él nos mantuvo alejados de la guerra.
Pero sus intenciones eran bien distintas. El coronel Mandel House, agente del
trust de la banca y mano derecha de Wilson, tenía instrucciones precisas para
lograr que la nación participase en aquella guerra global cuyos solapados
motivos eran estrictamente mercantilistas.
La banca internacional había prestado
grandes sumas de dinero a Gran Bretaña, implican-dose en su industria y en su
comercio exterior. Sin embargo, los negocios británicos se veían frenados por
la competencia cada vez más dura de Alemania. Al sindicato internacional de
banqueros le interesaba una guerra para no perder buena parte de sus intereses
en el Reino Unido. Además, necesitaban urgentemente el auxilio militar
estadounidense. En ese empeño, el cártel financiero utilizó a todos sus agentes
norteamericanos, sobre todo a Mandel House, y todo su poder mediático.
La mayoría de los grandes periódicos de la
época estaban en manos de banqueros que eran sus principales accionistas. Si la
excusa perfecta para declararle la guerra a España en 1898 llegó con el
hundimiento del USS Maine y la proporcionaron los periódicos sensacionalistas
de Hearst, el pretexto para entrar en la guerra europea llegó con el
hundimiento del paquebote RMS Lusitania por los alemanes en 1915.
La noticia fue magnificada por la misma
prensa amarilla del magnate Randolph Hearst que había fomentado la intervención
norteamericana en Cuba, y en cuyos periódicos la Embajada alemana en Washington
había publicado reiterados avisos advirtiendo que el RMS Lusitania transportaba
armamento, y que su país y Gran Bretaña estaban en guerra, situación que se
daba también en alta mar, por lo que sus submarinos tenían orden de hundir
cualquier buque que transportase tropas o municiones con destino a Gran Bretaña
y sus aliados.
Todo fue en balde. Casi dos años después, en
abril de 1917, bajo el lema La guerra que aca-bará con todas las guerras,
Estados Unidos entró en el conflicto.
Pero aquella lejana guerra de 1914-1918 no
acabó con todas las guerras, como se dijo falaz-mente para engañar a la opinión
pública. Fue, más bien, el principio de todas las demás guerras que asolaron al
mundo a lo largo del siglo XX y lo que llevamos de este siglo XXI, que no
parece que vaya a ser mejor que el anterior.
Como siempre, los que manejan los hilos de
la economía y la política internacional, perma-necen ocultos entre bastidores.
Y mientras la ciudadanía siga pensando que las crisis económicas y financieras,
así como las guerras, se producen de forma espontánea, los especuladores
tendrán asegurada su impunidad.
CONSPIRACION
OCTOPUS - Xentor Xentinel
La Segunda Guerra Mundial está plagada de
historias sobre la crueldad de los japoneses contra ciudadanos chinos, así como
contra soldados británicos y estadounidenses, entre o- tros. Las fuerzas
imperiales japonesas, no sólo utilizaron prisioneros de guerra como esclavos
para construir su ferrocarril en Birmania, sino que realizaron con ellos
terribles experimentos médicos en el cuartel general de la hermética Unidad
731, centro para armas de guerra bacte-riológicas y químicas de Japón.
Desde 1936 hasta 1943, la Unidad 731 mató
entre 300.000 y 500.000 hombres, mujeres y ni-ños, en el tristemente famoso
Campo de Exterminio de Pingfan (Manchuria). Las atrocidades allí cometidas
fueron peores que las de los campos nazis. El sufrimiento duró mucho más y no sobrevivió
ni un sólo prisionero.
No obstante, mientras eso se producía,
otra fuerza japonesa aún más furtiva se dedicaba a una labor tan secreta que
pasaría a los anales de la historia como uno de los relatos más explo-sivos de
la Segunda Guerra Mundial.
Lila Dorada es el nombre de un poema
escrito por el emperador japonés HiroHito. Y es tam-bién un gran secreto. Entre
1936 y 1942, y actuando a las órdenes de un príncipe de la Casa Imperial
japonesa, Lila Dorada, una unidad secreta dirigida por el hermano pequeño del
Empe-rador, recibió el encargo de saquear metódicamente el sudeste asiático.
Toda la parte de Asia controlada por los japoneses fue rastreada en busca de
tesoros.
El valor del botín acumulado por Lila Dorada
es alucinante: 1.300.000 de toneladas métricas de oro, una cantidad casi diez
veces superior a las 140.000 toneladas métricas supuestamente extraídas en más
de 6.000 años de historia, según la cifra oficial de las reservas de oro mun-dial,
proporcionadas por el Banco Mundial. Aquella gran cantidad de oro y otros
tesoros estu-vieron repartidos en baúles de varios tamaños.
Todo este oro, equivale a 41.6 billones de
dólares actuales, una cantidad tan grande que, si se repartiera equitativamente
entre los 7.000 millones de habitantes de la Tierra actuales, a cada uno le
correspondería unos 6.000 dólares.
Es insólito que existan semejantes
cantidades de oro al margen del circuito oficial. Y es aún más espeluznante es
que dicho secreto esté protegido. El oro, al igual que ocurre con los dia-mantes,
es mucho más común en la naturaleza de lo que la gente cree. Si alguna vez
llegara a conocerse la verdad, ésta destruiría la economía mundial, porque la
mayoría de los países to-davía usa el patrón oro como respaldo de su moneda.
Sólo unos cuantos privilegiados saben que
el Valle de Teresa, en la provincia filipina de Ri-zal, forma parte de la mayor
conspiración de la historia de la Humanidad, una leyenda susu-rrada entre
quienes conocen el alucinante tesoro que fue robado y escondido por el Ejército
Imperial japonés en retirada durante los días más duros de la Segunda Guerra
Mundial.
Teresa, un valle rodeado por montañas
ricas en mármol, parece una de las zonas menos interesantes de Rizal, en las
laderas de Sierra Madre, la cordillera más larga de Filipinas. De hecho, podría
no haber existido, si no fuera por el arroz que se cultiva en terrazas desde
hace siglos, en medio de los llanos del Oeste y las onduladas colinas y
escarpadas crestas del Este.
Tras la derrota del ejército alemán en
Stalingrado, a principios de 1943, los más sagaces co-mandantes alemanes y
japoneses comprendieron en seguida que era el principio del fin. Era cuestión
de tiempo. Trasladar el tesoro a Japón no era viable. Había que cambiar de
planes, aunque sólo fuera como medida provisional.
Poco antes de que las tropas británicas
invadieran Pingfan, algunos de los de la Unidad 761 fueron trasladados a otra
unidad secreta, que pasaría a los anales de la historia como uno de los relatos
más explosivos de la Segunda Guerra Mundial.
Cargados con tesoros robados que habían
estado escondidos en unos depósitos, fueron enviados, unos a Rizal, en
Filipinas; y otros a Irian Jaya (actual Papúa), en Indonesia. La mayor parte del
oro, correspondiente a un total de 172 baúles, fue enviado por barco al cuartel
gene-ral del Príncipe Chichibu, en Filipinas. En la espesa jungla de Irian Jaya
también se enterraron cofres de oro, platino, piedras preciosas y objetos
religiosos de valor incalculable.
El grupo de oficiales japoneses en
Filipinas, con la ayuda de una brigada especial del cuerpo de ingenieros, tardó
meses en excavar y construir complejos sistemas de túneles bajo la Sierra
Madre, lo bastante grandes para almacenar los camiones, y lo bastante profundos
para dis-currir por debajo de la superficie del agua. Dejaron señales sobre
cómo hallarla por medio de formaciones rocosas inhabituales, y otros signos
topográficos que disimulaban fácilmente su ubicación.
Oro y plata en lingotes, diamantes,
platino y valiosos objetos religiosos, incluida una estatua de oro de Buda que
pesaba una tonelada, valorados en 190.000 millones de dólares de los de 1943,
fueron enterrados ahí, junto con prisioneros de guerra aliados que habían sido
forzados a cavar los túneles.
El ejército japonés se vio obligado a
dejar el tesoro allí, con la vana esperanza de regresar después de la guerra, y
recuperar el botín en secreto. En la espesa jungla de Irian Jaya (actual
Papúa), en Indonesia, también se enterraron cofres de oro, platino, piedras
preciosas y objetos religiosos de valor incalculable.
Para entender esta historia, para calibrar
de veras su intensidad y su horror, hay que visua-lizarla, saborear el sudor y
oler la pobredumbre. Hay que imaginarse lo que debieron pasar los presos que
cavaron aquellos túneles bajo el ojo atento de los sargentos mayores japoneses
y el bramido del viento, hasta arriba de barro, pasando hambre y medio
desnudos, atormentados por insectos del tamaño de un puño, dándose cuenta de
que no tenían la menor posibilidad de salir de allí con vida. Éste sórdido
episodio pierde parte de su encanto estereográfico, y no se puede entender en
toda su dimensión: la maldad elevada a la enésima potencia.
Estamos hablando de la mayor conspiración
de la historia. La mayoría de quienes tuvieron la mala suerte de formar parte
de Lila Dorada fueron enterrados con el tesoro, tanto los pri-sioneros de
guerra, como los propios soldados japoneses. Son los supremos guardianes de la
cripta.
Los cartógrafos japoneses confeccionaron
mapas de todos los escondites, y los contables del emperador marcaron cada baúl
con un número de tres dígitos que representaba el valor de la carga de cada uno
en yenes japoneses. Uno de los 172 vehículos tenía el 777, el equivalente a más
de 90.000 toneladas métricas de oro, el 75% de las reservas oficiales de oro
del mundo. Un valor de 102.000 millones de dólares estadounidenses del año
1945, cuando el tipo de cam-bio era de 3.5 yenes por dólar. Son 2.88 billones
de dólares actuales, según el tipo de cambio actual: una cantidad que
empequeñece la deuda global actual y lo deja a uno aturdido.
Era un secreto demasiado tentador para
mantenerlo oculto en un calabozo oscuro. A finales de 1944, Estados Unidos
descifró las comunicaciones codificadas del Japón imperial y elaboró sus
propios planes para hacerse con el botín.
En 1948, agentes de la CIA, bajo la
dirección del General McArthur, fueron enviados a Fili-pinas con el cometido de
encontrar el tesoro y llevarlo a Estados Unidos. El equipo de búsque-da fue
conducido, con los ojos vendados, hasta una zona próxima al Lago Caliraya, en
Lumban, donde los hombres de la expedición secreta recibieron la orden de cavar,
sin preguntar por qué, ni para qué.
Trabajaban de noche. Se avanzaba a duras
penas. Todos los túneles estaban llenos de tram-pas y callejones sin salida que
dificultaban y retrasaban la excavación. El equipo tardó unos seis meses en
encontrar la primera cámara del tesoro, situada a unos 65 mts bajo tierra. Esta
operación secreta de la CIA continuó hasta 1956.
Una parte del oro de Filipinas, el
equivalente a unos u$s 223.000.000.000, fue
embarcado a Génova a bordo del Portaaviones President Eisenhower, y
después trasladado a diversos ban-cos de Suiza en un convoy fuertemente
protegido.
Una pequeña parte de las cuentas del
tesoro (47.000 toneladas métricas de oro, evaluado en mil quinientos millones
de dólares), terminó bajo control por el Vaticano, que ayudó a huir a los
criminales de guerra nazis y japoneses hacia Latinoamérica y Estados Unidos. Se
hizo a través del Monseñor Giovanni Montini, Subsecretario de Estado durante la
guerra y luego coronado como Pablo VI. El resto del oro, fue dejado donde
estaba, a buen recaudo. Y allí sigue, guar-dado tras mil cerraduras.
En 1953, Ferdinand Marcos, el futuro
presidente y dictador de Filipinas, descubrió el tesoro. En esa época, él no
era más que un modesto matón y buscavidas. Sin embargo, tenía una ambición sin
límites, algo que el gobierno estadounidense subestimó. Entre 1953 y 1970, con
la ayuda de los prisioneros de guerra japoneses, Marcos desenterró 600
toneladas de oro, equivalentes a 20.000 millones de dólares actuales.
Uno de los prisioneros había formado parte
de Lila Dorada. En 1970, Marcos le ofreció la libertad a cambio de su
cooperación, y el prisionero le dibujó una pequeña sección del mapa, la parte
que había memorizado en 1943. Entonces, Marcos se puso a trabajar en serio.
Cuando hubo terminado, había sacado 32.000 toneladas del tesoro oculto (un
billón de dólares actua-les). Más tarde, encontraron al prisionero en una choza
de la jungla con la garganta perforada quirúrgicamente. Aparentemente, su
billete a la libertad...
El oro de Marcos fue confiscado por el
Gobierno de USA, cuando Marcos fue derrocado y sacado de Manila por
helicópteros estadounidenses en 1986.
En la historia contemporánea, hay un episodio
prácticamente desconocido: En 1955, el presidente indonesio, Ahmed Sukarno,
junto con otros dirigentes del Tercer Mundo, planeaba crear un banco secreto de
países no alineados utilizando como garantía billones de dólares en reservas de
oro de la Segunda Guerra Mundial que habían sido encontradas.
La creación de una entidad tan poderosa
cuyas reservas de oro dejaran pequeñas a las disponibles en Occidente habría
hecho temblar de miedo tanto a los gobiernos occidentales como a la fraternidad
bancaria euroamericana.
La reacción de Occidente fue enviar a
Indonesia una delegación de alto nivel que, bajo los auspicios de la
reconstrucción de la postguerra, discutió el asunto con Sukarno. A cambio,
prometían más cooperación occidental, reconocimiento del régimen, protección
contra sus enemigos, aranceles bajos para las mercancías indonesias, etcétera.
Fue la primera misión exterior de Kissinger, y el primer fracaso no oficial.
Tras escuchar atentamente a los hombres
blancos, Sukarno les enseñó uno de los depósitos secretos en los que estaban
ocultos objetos valiosísimos, gemas, joyas, y una cantidad extra-ordinaria de
metales preciosos. Había tal tecnología punta, incluso para los criterios
actuales, que a su lado Fort Knox (oficialmente, la mayor reserva de oro del
mundo), parecía un campa-mento Boy Scout.
Los hombres blancos no habían visto en su
vida nada parecido. Había filas y filas de cajas de metales preciosos de la
Unión de Bancos de Suiza, cada una con barras de oro o platino J.M. Hallmarked
de un kilo, cada barra con un certificado y un número únicos con el distintivo
Johnson Mathey; certificados bancarios de depósito de oro y rubíes. En total,
miles de tone-ladas. Tarjetas Vault Keys y Depositor ID de oro. Era como las
mil y una noches. Tras recupe- rarse los visitantes del impacto, Sukarno les
dijo que se fueran a freír espárragos. Kissinger explotó y amenazó
personalmente con asesinarlo.
Desde principios de la década de 1960, el
Tesoro de Lila Dorada está custodiado por cincuenta y cuatro fideicomisarios,
en depósitos de Teresa, y en las montañas selváticas de Papúa, en Indonesia.
Los fideicomisarios trabajan de manera independiente, sin conocerse unos a
otros. Pero están coordinados por una organización que se estructura en
círculos con-céntricos, con la capa exterior siempre protegiendo al miembro
interior más dominante que coordina las operaciones. El investigador Daniel
Estulín se refiere a esta organización con el nombre novelado de ÓCTOPUS.
El círculo exterior de Óctopus son burócratas
gubernamentales de grado intermedio, una serie de directores del complejo
militar industrial. En el siguiente nivel, encontramos a plani-ficadores
militares de alto rango, y sus controladores. En el círculo interior,
encontramos al Consejo Asesor de Inteligencia, una pequeña cábala de unos 10 o
20 miembros, estrechamente unidos y financieramente entrelazados: Los
controladores de la riqueza del planeta, hombres cuyo poder hace girar el
mundo.
Este Consejo de Directores son perros
alfa, antiguos jefes de los organismos gubernamen- tales: el FBI, la CIA, la
NSA, la ONI (Oficina de Inteligencia Naval), la DIA (Agencia de Inteli-gencia
de Defensa), el Pentágono, el Departamento de Defensa, por no mencionar los
bancos y el Gobierno, conectados a los programas especiales de creación de
dinero: El ejemplo clásico de complejo industrial militar. De este modo,
bancos, compañías de seguros, conglomerados de petróleo, y otras empresas que
figuran en la lista de las 500 más ricas de la revista Fortune, resultan ser
sólo una fachada.
La reserva de fondos de 223 billones de
dólares del oro filipino depositado en bancos suizos (suficiente para cancelar
la deuda nacional de Estados Unidos, y todas las demás deudas del planeta) fue
a parar a treinta cuentas del CitiGroup. El principal vehículo de esta
operación en Estados Unidos es el Citibank.
Es un sistema muy opaco, que funciona
jerárquicamente en distintos países y con diferentes participantes, quienes
responden ante el Consejo de Directores. La cabeza visible de este Con-sejo es
John Reed, presidente del Citibank. Este hombre es responsable de infinitas
intrigas e ilegalidades, pero sólo es un testaferro.
El alto puesto de John Reed no es casual.
Su destino, ligado al Tesoro de Lila Dorada, quedó sellado en 1956, cuando
sirvió como integrante de un grupo militar secreto, adiestrado en Aus-tralia, y
enviado luego a la jungla de Filipinas.
James Francis Taylor, el presidente del
poderoso Grupo Bilderberg, que además resulta ser vicepresidente de Goldman
Sach, se sienta en el mismo Consejo de Directores como presiden- te de
CitiGroups, estando ambas entidades de algún modo vinculadas a Óctopus.
Otros miembros de Óctopus, son Henry
Stilton, Director Adjunto de la CIA; y Robert Lovett, analista del Departamento
de Estado, y ejecutivo de Brown Brothers Harriman.
Mediante cuentas espejo al margen de los
libros, Óctopus también sabe sacar provecho del dinero del gobierno,
utilizándolo para acaparar los mercados mundiales mediante fusiones y
adquisiciones, con tapaderas y manipulando precios. Se trata de una red global
de cárteles gigantescos más poderosos que los propios países, a cuyo servicio
están, en teoría, una araña virtual de intereses industriales, económicos,
políticos y financieros.
El Gobierno de USA utiliza el oro oculto
en Suiza como garantía monetaria del Programa Co-mercial Paralelo (CTP, por sus
siglas en inglés), con derecho ilimitado de giro sobre los depó-sitos, que se
convirtió en la base de los fondos para operaciones extraoficiales de la CIA,
cuyo fin era crear una red anticomunista mundial, durante los primeros años de
la postguerra. Para garantizar la lealtad a su causa, la CIA distribuyó
certificados de lingotes de oro entre gente influyente de todo el planeta.
El mundo en la sombra donde el CTP vive y
fabrica dinero del aire es el pequeño y sucio se-creto de la economía
occidental.
Detrás tenemos a los organismos del
Gobierno ya mencionados. Toda esta sopa de agencias participa en la actividad
de generar beneficios espectaculares corriendo muy poco riesgo, y los que son
invitados de manera exclusiva a participar como aportadores de fondos, acumulan
capital a un ritmo escandalosamente alto. Es un método de creación de dinero
que ningún sistema de supervisión o rendición de cuentas es capaz de poner en
evidencia.
Los bancos y muchos inversores
multimillonarios, actúan en connivencia con el Gobierno en la dirección de
estos programas. Este comercio interior, realizado por personas que controlan
los mercados, es absoluta y decididamente ilegal. Los bancos y los bancos
centrales que parti-cipan en el CTP, llevan dos libros: uno para el examen público,
y otro para verlo en privado. El Banco Mundial está involucrado en la parte
extraoficial de todo esto.
Una parte de este dinero ilegal se está
usando para rescatar los principales bancos del mundo, que se enfrentan a una
crisis de insolvencia, como consecuencia de unas insensatas políticas de
préstamo, y de la debacle de las infames hipotecas subprime. Bancos como Citi-bank,
HSBC, Chase Manhattan, Bank of New York, Lehman Brothers, Wachovia o Goldman
Sachs, están en quiebra, y se hallan al borde de la desintegración financiera.
La otra justificación de estos programas
es la creación de inmensas reservas de dinero en efectivo, que continúan siendo
utilizados en operaciones ilegales.
Esta cantidad de dinero existe, sobre
todo, en el ciberespacio. No sería posible transferirla físicamente a ninguna
parte. Pero no hay por qué hacerlo, pues se puede mover cualquier cantidad de
fondos en una millonésima de segundo, tan sólo pulsando una tecla.
Durante más de 65 años, las macabras
actividades de Guerra Biológica de la Unidad 731 de Japón fueron el secreto más
horrible y duradero de la Segunda Guerra Mundial. Durante más de 65 años, los
gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido y Japón, negaron una y otra vez que
esos hechos se hubieran producido. Hasta que, de pronto, intervino el destino y
la historia em-pezó a reescribirse a sí misma, palabra por palabra. Y un ser
humano sufriente tras otro fueron abriéndole paso a la Verdad.
El distrito de Kanda, en la periferia de
Tokio, es la meca de las librerías de segunda mano, siendo frecuentada por
universitarios. En 1984, un estudiante que miraba en una caja de viejos
documentos desechados pertenecientes a un antiguo oficial del ejército,
descubrió el asom-broso secreto de la Unidad 731. Los documentos revelaban
detallados informes médicos sobre individuos que padecían tétanos, desde el
inicio de la enfermedad hasta el espantoso final. Sólo había una explicación,
pensó el estudiante: experimentos con seres humanos. Por casua-lidad se había
descubierto uno de los secretos mejor guardados de la Segunda Guerra Mun-dial.
Pasarían otros doce años hasta que los
primeros implicados, hombres de cabello blanco y modales suaves, empezaran a
ponerse en fila para contar sus historias antes de morir. No obstante, el
destino hizo acto de presencia en su forma más cruel. Uno a uno, los testigos
vivos de los experimentos de la Unidad 731 fueron muriendo, llevándose sus
secretos a la tumba. Al parecer, unos fallecieron por causas naturales y otros
debido a accidentes inexplicados; tal vez porque también habían pertenecido a
Lila Dorada.
A principios del 2008, todos habían
muerto, menos uno, Akira Shimada, un anciano frágil y viudo que vivía cerca de
Osaka, y que desde 1939 hasta 1943 estuvo destinado en el Grupo Minato
(investigaciones sobre disentería) de la Unidad 731.
Los oficiales norte americanos encargados
de interrogar a Akira Shimada después de la guerra le preguntaron por qué lo
hizo.
-Era una orden del Emperador, y el
Emperador era Dios. No tuve elección. Si hubiese deso-bedecido, me habrían
matado, dijo.
Tras tomar debida nota de la respuesta,
los interrogadores militares bajo el mando directo de la Junta de Jefes del
Estado Mayor clasificaron el informe como Doble Secreto. Los fiscales de los
juicios por crímenes de guerra en Tokio fueron advertidos. A partir de
entonces, empezó uno de los mayores encubrimientos de la guerra; se hizo correr
una cortina de secretos no muy distinta del Telón de Acero, y sin duda más
duradera. Pasarían 63 años antes de que la historia de Shimada empezara a ver
la luz.
El 2010, la señora Lie D'an Luniset, lanzó
el libro Lila Dorada, cuyas revelaciones deberían causar un gran revuelo en
Japón, Estados Unidos e Inglaterra, y contribuir a que se interpon-gan demandas
colectivas contra los gobiernos de Japón y USA. No obstante, parece que el
libro se ha silenciado.