LA VERDADERA HISTORIA 43: EL MAYOR ACTO TERRORISTA DE LA HISTORIA ARGENTINA

 

HISTORIA 43 - CONTENIDOS

EL MAYOR ACTO TERRORISTA EN LA HISTORIA ARGENTINA

     El lunes 16 se cumplen setenta años del mayor ataque terrorista en la historia argentina. Aquel 16 de junio, Perón llegó como todos los días muy temprano a la Casa Rosada. Empezó el día recibiendo al director de la SIDE, general de brigada Carlos Benito Jáuregui. Las noticias que traía el jefe de los espías eran preocupantes pero no estaban confirmadas. Perón decidió continuar con su actividad diaria y estar alerta a cualquier aviso. Al terminar la reunión y mien-tras esperaba al embajador de los Estados Unidos, Albert Nufer, miró con cierto desgano la agenda oficial, sabiendo que según le anticipó Jáuregui todo podía cambiar de un momento a otro. Dudaba todavía cuando llegó el embajador y comenzó una cordial entrevista. A eso de las nueve de la mañana, fueron interrumpidos, un poco intempestivamente, por el general Lucero, quien ingresó pidiendo disculpas con un marcado gesto de preocupación. Perón sabía que es-taba programado un desfile aéreo en desagravio a la bandera nacional y a la memoria del Li-bertador José de San Martín por los destrozos producidos en la Catedral donde descansan sus restos. Pero Lucero estaba en condiciones de confirmar las sospechas del director de la SIDE: ese desfile podía ser aprovechado para bombardear la Casa de Gobierno y a su principal ocu-pante. Convenció al presidente de que se trasladara a su despacho en el Ministerio de Guerra, cruzando la avenida Paseo Colón.

     Desde su nueva ubicación, a las 12.40 en punto, Perón pudo escuchar el sonido inconfun- dible de aviones de combate. Luego supo que eran los Avro Lincoln y Catalinas de la escuadri- lla de patrulleros Espora de la Aviación Naval, coordinados por el almirante Samuel Toranzo Calderón y comandados por el capitán de navío Enrique Noriega. Era un ruido inesperado, nue-vo en Buenos Aires que se estrenaba como la primera ciudad de América (y única) en ser bom-bardeada.

      Los aviones atacantes llevaban pintadas en sus colas una V y una cruz, que señalaban Cris-to Vence. En la Plaza, además de los apurados transeúntes, había algunas familias que se dis-ponían a presenciar el desfile aéreo. Nunca imaginaron que la parada militar tuviera un carác-ter tan realista. Las primeras bombas cayeron a pocos metros de la Pirámide. Sobre la Casa Rosada cayeron en total 29 bombas, de entre cincuenta y cien kilos cada una. Otra de ellas destrozó un trolebús repleto de pasajeros, la mayoría niños de sexto grado.

     Los aviones que surcaron el cielo del centro de Buenos Aires lanzaron más de cien bombas con un total de entre 9 y 14 toneladas de explosivos. La mayoría de ellas cayeron sobre las pla-zas de Mayo y Colón, y sobre la franja de terreno que va desde el Ministerio de Ejército y la Ca-sa de Gobierno hasta la Secretaría de Comunicaciones y el Ministerio de Marina, en el centro. Doce de las víctimas mortales se encontraban dentro de la Casa de Gobierno, en la que impac-taron veintinueve bombas, de las cuales seis no estallaron. El resto de las bombas y los proyec-tiles de grueso calibre disparados desde los aviones y también por los infantes de Marina que intentaron asaltar la Casa Rosada estuvieron dirigidos a la población civil transeúnte.

     El ataque aéreo se realizó en sucesivas oleadas entre las 12:40 y las 17:40. La Casa Rosada, la Plaza de Mayo y sus adyacencias (donde se registró el mayor número de víctimas), el Depar-tamento Central de Policía, el edificio de la Confederación General del Trabajo y la residencia presidencial fueron los principales objetivos. Tres centenares de civiles armados (llamados comandos civiles) intervinieron en acciones colaterales como la ocupación de los estudios de Radio Mitre, a través de la cual se lanzó una proclama que dio a Perón por muerto.

     Al enterarse de los hechos, la CGT convocó a la Plaza a defender a Perón. El General trató de parar la movilización; desde su puesto de comando en el Ministerio de Guerra, le ordenó al mayor Cialceta que le pidiera a la CGT que no movilizara a los trabajadores para evitar víc-timas, pero ya era demasiado tarde. Perón tenía claro algo que los dirigentes cegetistas pare-cían no ver. Sabía que los atacantes, lejos de conmoverse por la barrera humana, dispararían criminalmente sobre la multitud sin la menor contemplación.

      A la tarde eran cientos los descamisados reunidos para defender su gobierno en la histórica plaza, cuando una nueva oleada de aviones espantó a las desconcertadas palomas y arrojó su mortífera carga de nueve toneladas y media de explosivos sobre la multitud. En la Plaza de Mayo y sus alrededores quedaron los cuerpos de 355 civiles muertos, y los hospitales colap-saron por los casi mil doscientos heridos. Sus autores eran respetables militares y civiles que se frotaban las manos imaginándose el triunfo de un golpe militar que devolvería a la negrada, a los cabecitas, a los lugares de los que nunca, según ellos entendían,  debieron haber salido.

       Entre los autores intelectuales de aquel horror había varios civiles, algunos de ellos eran el socialdemócrata Américo Ghioldi, el radical unionista Miguel Ángel Zavala Ortiz, el conserva-dor Oscar Vichi y los nacionalistas católicos Mario Amadeo y Luis María de Pablo Pardo, miem-bros fantasmales de una hipotética junta de gobierno cívico militar.

       En el Ministerio de Marina, que había sido el cuartel general de los golpistas, uno de los lí-deres de aquella revolución, el vicealmirante de infantería Benjamín Gargiulo, decidió pegarse un tiro, mientras que otro de los conspiradores, el almirante Aníbal Olivieri, observaba por las ventanas cómo avanzaban sobre el edificio columnas de trabajadores enardecidos y decididos a vengar a sus compañeros asesinados. El marino tomó el teléfono aterrado y llamó al ministro de Guerra, el general Lucero, y le dijo: Intervenga. Mande hombres. Nos rendimos, pero evite que la muchedumbre armada y enfurecida penetre en el edificio del Ministerio.  Junto a Olivieri estaban sus colaboradores más cercanos, los tenientes Emilio Eduardo Massera y Horacio Ma-yorga, de triste futuro.

     Otro almirante y responsable directo de la masacre, Samuel Toranzo Calderón, fue degrada-do y condenado a prisión por tiempo indeterminado. Al almirante Olivieri se lo destituyó y con-denó a un año y seis meses de prisión menor; su defensor en el juicio fue el contralmirante Isaac Francisco Rojas. Otros once oficiales fueron condenados a reclusión por tiempo indeter-minado. Pero el tiempo estaba determinado y todos serían liberados, junto con sus cómplices, por la Revolución Libertadora.

       La versión de los asesinos barre con toda capacidad de asombro: La Marina de Guerra se sublevó, enviando al Gobierno un ultimátum de rendición. Al rechazar ese ultimátum y apelar al Ejército, el Gobierno se colocaba en actitud beligerante. Desde ese momento dos fuerzas mili-tares lucharían. Perón sabía que la Marina no salía a desfilar, sino a combatir a muerte. ¿Por qué motivo, entonces, Perón permitió que la CGT, con criminal inconsciencia, convocara al Pueblo a Plaza de Mayo? ¿Cómo es posible que un jefe de Estado, sabiendo que su Sede sería bombardeada, no tratara inmediatamente de evacuar la población civil? ¿Cómo es posible que los dirigentes de la CGT hayan sido tan criminales como para llevar a la gente al matadero, sa-biendo que con palos no se puede hacer frente a aviones ni a ametralladoras?

      Si hasta aquí el lector se quedó sin palabras, prepárese para lo que viene: Si los radicales o los clericales hubieran invadido la Casa de Gobierno, Perón hubiera tenido derecho a convocar a la CGT: hubieran sido dos fuerzas civiles combatiendo en igualdad de condiciones. Pero, desarrollándose la lucha entre fuerzas militares, convocar al pueblo indefenso al teatro de las operaciones ¡¡Es criminal, infame, cobarde y ruin!! Y la CGT que se prestó para esa carnicería es, conjuntamente con Perón, responsable de esa canallada ante la clase trabajadores.

     Este razonamiento es el mismo que tienen hoy quienes apoyan a Milei, el desprecio por los negros de mierda.

      Tras concretar su masacre los asesinos llegaban a Montevideo a bordo de los 39 aviones con los cuales habían perpetrado la masacre. Estos hombres, que habían demostrado su total desprecio por la vida humana ametrallando a columnas enteras de trabajadores, recordaron repentinamente en la Banda Oriental que existían los derechos humanos, particularmente el de asilo. Un agravio del gobierno uruguayo del que nunca se hicieron cargo, en especial el Partido Colorado.

     Un año antes, el peronismo ganaba las elecciones generales que se celebraron para elegir vicepresidente con el propósito de cubrir la vacante que se había generado en el cargo tras la muerte de Hortensio Quijano. En aquellos comicios, el oficialismo se impuso con el 62,54% de los votos y quedó claro que Perón no podría ser derrotado en las urnas por las fuerzas oposi-toras.

      Perón mantenía un conflicto con la Iglesia Católica; para el 20 de mayo de 1955 se convocó a una Convención Constituyente con el propósito de declarar un Estado laico. En este marco, en abril de ese año, unos 200.000 católicos se movilizaron a Plaza Mayo en el marco de la celebración de Corpus Christi, un hecho político que convocó a los antiperonistas y convenció hasta el más indeciso de que se podía derrocar al tirano. Durante la concentración, un grupo, que jamás resultó identificado, quemó una bandera argentina, y el Gobierno decidió que la in-signia patria fuese desagraviada con una parada militar en Plaza de Mayo, el día 16 de junio. Nadie supuso como terminaría ese día.

      Nunca se hicieron cargo, ni los autores materiales ni la población que apoyó la Revolución Libertadora. De algún modo había que sacarlo, era la frase común. Ahora bien, si alguien les corta una calle ponen el grito en el cielo.

(El historiador, Felipe Pigna y El destape web)

VIDEOS BOMBARDEOS 1 Y 2

LOS FUSILAMIENTOS DEL ´56 - Daniel Cecchini

     La noche del sábado 9 de junio de 1956, un grupo de hombres se ha reunido en la casa del fondo de avenida Hipólito Yrigoyen 4519, en Florida, para escuchar por la radio el aconteci-miento deportivo del día, la pelea entre Eduardo Lausse y Humberto Loayza en el Luna Park.

     Allí vive, solo, Juan Carlos Torres y es común que algunos de los muchachos de barrio se junten ahí para jugar al truco, tomar alguna cerveza o, como en ese caso, escuchar el relato de una pelea importante y comentar sus alternativas. De los que están allí, solo algunos saben que, en otro lado, se está cocinando algo y que probablemente la transmisión de la pelea sea interrumpida por un comunicado. Los demás, no. Lo que se cocina esa noche es algo grande, nada menos que un levantamiento militar para derrocar a la dictadura encabezada por el gene-ral Pedro Eugenio Aramburu y el almirante Isaac Rojas y traer de regreso al país al presidente derrocado menos de un año antes, Juan Domingo Perón.

      La movida se venía planificando desde hacía meses y, sus líderes, los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, sabían que estaba en conocimiento de la dictadura. El general Juan Carlos Quaranta, jefe de la SIDE, seguía paso a paso las jugadas de los conspiradores. En dos oportu-nidades, Valle y Tanco tuvieron que postergar la acción ante la evidencia de que Aramburu y Rojas contaban con datos precisos.

      Desde su punto de vista, los atropellos de la dictadura cerraban los caminos de la protesta pacífica. La CGT había sido intervenida; los sindicatos, asaltados; cien mil dirigentes obreros, desde simples delegados hasta secretarios generales, habían cesado sus mandatos por decre-to. Nunca hubo tantos presos políticos en la Argentina. A principios de 1956, los peronistas encarcelados llegaban a 30.000.

      La fecha del levantamiento quedó fijada para el 9 de junio, y esa vez no lo iban a suspender. Esa noche, pese a lo incierto del resultado, decidieron no echarse atrás. Creyeron que era más importante dar un ejemplo de valentía que postergar las acciones por tercera vez. El foco más fuerte del levantamiento está en La Plata, donde el teniente coronel Jorge Cogorno, el mayor Juan José Pratt y el capitán Jorge Morganti estaban encargados de tomar el Regimiento VII de Infantería y desde ahí seguir las operaciones que contemplaban tomar la central telefónica, la planta de Radio Provincia, el Distrito Militar La Plata, el Segundo Comando de Ejército y el Departamento Central de Policía. En Campo de Mayo, los rebeldes, liderados por dos corone-les debían tomar la agrupación de intantería de la Escuela de suboficiales y la primera división blindada. Paralelamente, luego de la emisión de la proclama por radio, habría levantamientos en otras unidades militares y también entrarían en acción militantes peronistas (en su mayoría obreros) en diferentes puntos del conurbano bonaerense, fundamentalmente en Avellaneda y Lanús.

      Algunos de los hombres que están reunidos en la casa de Juan Carlos Torres, supuesta-mente para escuchar la pelea, en realidad están esperando que la radio emita una proclama que será la señal de entrar en acción. En lugar de eso, antes de la medianoche, escucharán un grito fatal. ¡Policía!, les grita el jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, teniente coro-nel Desiderio Fernández Suárez. La redada es desprolija, algunos de los hombres que están en la casa de Torres logran escapar, otros levantan las manos y se entregan. Algunos saben qué está pasando, otros no tienen la más mínima idea. Finalmente hay entre 12 y 15 detenidos: a los capturados en la casa del fondo, se suman dos de la casa que está en el frente y luego habrá otros dos que son capturados cuando están llegando a la casa. Cuando los detienen no han da-do las doce de la noche del 9 de junio. Los suben a un colectivo y los trasladan a la Unidad Regional San Martín de la Policía Bonaerense. Los hombres fueron llevados al basural de José León Suárez y fusilados. Cinco murieron, otros lograron escapar gravemente heridos. Están allí cuando, a las 0.32 de la madrugada del domingo 10 cuando por Radio del Estado se da a conocer el decreto de ley marcial, firmado por Isaac Rojas, que autoriza a fusilar a los rebeldes que sean detenidos a partir de ese momento.

     Los detenidos, entonces, no han violado la ley marcial y no pueden ser fusilados. Sin embar-go, poco después, el jefe de la Unidad Regional, inspector mayor Rodolfo Rodríguez Moreno, recibe precisamente esa orden imposible: fusilar a los detenidos, de parte del jefe de la Bonae-rense, que después de la redada de Florida ha regresado a la jefatura de policía, en La Plata. ¡A esos detenidos de San Martín, que los lleven a un descampado y los fusilen!, son sus palabras exactas. Los suben a un camión y los llevan a un descampado. Los policías no están muy convencidos de lo que los han mandado a hacer: matar a sangre fría. Quizás por eso, cuando los bajan en el basural de José León Suárez y los hacen caminar iluminados por los focos del camión, algunos dudan y otros, quizás, tiran a errar.

     Sobre los terrenos del basural quedan cinco cadáveres. Son los de Carlos Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez y Mario Brion. Los otros, algunos heridos, logran escapar. Algunos de ellos serán recapturados horas después, pero se salvarán de ser fusilados e irán presos; otros se esconderán durante meses, protegidos por familiares o ami-gos; unos pocos alcanzarán a meterse en la Embajada de Bolivia y partirán al exilio.

      En medio de la conmoción y la vorágine informativa del levantamiento de los militares rebel-des, la confusa aparición de cinco cadáveres en un basural del conurbano pasará casi inad-vertida. Los fusilados de José León Suárez habían sido detenidos la noche del 9 de junio, antes del anuncio por Radio del Estado de la Ley Marcial. Esa detención, previa al decreto, hace ilegales a esos fusilamientos.

      Casi a la misma hora aplicaron la ley marcial a los detenidos en Avellaneda. Los habían llevado a la Regional Lanús. Los seis hombres fueron interrogados junto con otros 14 deteni-dos, durante dos horas. Yrigoyen, Costales y los cuatro civiles que los acompañaban fueron pasados por las armas.

       En Campo de Mayo fueron ejecutados seis militares alzados. Entre ellos, los coroneles Ibazeta y Eduardo Cortines, que ante el improvisado tribunal admitió que el objetivo era terminar con la persecución al peronismo y llamar a elecciones libres en 180 días. El tribunal de guerra decidió no aplicar la pena de muerte, pero el ministro de Ejército, Arturo Ossorio Arana, avisó que se los fusilaría, no en virtud de la ley marcial (ni siquiera respetada en Suá-rez), sino por un decreto de Aramburu.

      La Plata fue otro foco del levantamiento. Allí, el general Oscar Cogorno tomó el Regimiento 7 de Infantería, y un grupo de civiles ocupó Radio Provincia. Hubo enfrentamientos. Capturado, Cogorno fue ejecutado el 11; al día siguiente en La Plata fusilaron al subteniente Alberto Aba-die.

      La dictadura identificó Al General Valle como cabecilla de la asonada. Este ofreció entre-garse a cambio de parar el baño de sangre. Lo detuvo un viejo conocido, el capitán de navío Francisco Manrique, que prometió respetarle la vida. No fue así. Valle fue llevado a la Peniten-ciaría de la avenida Las Heras. Antes de la ejecución le escribió a su madre, a su hermana, a su esposa y a su hija. Y a Aramburu, que había sido compañero de estudios: Dentro de pocas horas usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado. Debo a mi Patria la declaración fide-digna de los acontecimientos. Declaro que un grupo de marinos y de militares, movidos por us-tedes mismos, son los únicos responsables de lo acaecido. Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas, verán en mí un idealista sacrifi-cado por la causa del pueblo. Espero que el pueblo conozca un día esta carta y la proclama revolucionaria en las que quedan nuestros ideales en forma intergiversable. Así nadie podrá ser embaucado por el cúmulo de mentiras contradictorias y ridículas con que el gobierno trata de cohonestar esta ola de matanzas y lavarse las manos sucias en sangre.

      Precisamente, y en base a ese viejo vínculo entre ambos, la esposa de Valle fue a Campo de Mayo a intentar hablar con Aramburu para pedirle clemencia. No pudo encontrarlo. Era de noche y un edecán le informó que el Presidente duerme. Valle fue fusilado el 12 de junio.

     En esas horas se produjo el último acto del drama. Seis de los sublevados buscaron asilo en la embajada de Haití, en Vicente López. El embajador Jean Brierre los hizo entrar a la sede di-plomática ubicada en las calles San Martín y Monasterio. Más tarde se sumó Tanco. Brierre decidió ir a la Cancillería para informar del asilo. En su ausencia sucedió un hecho sin prece-dentes: militares argentinos violaron la inmunidad de la delegación haitiana e ingresaron para llevarse a los asilados. Los lideraba el general Juan Constantino Quaranta, el jefe de la Inte-ligencia militar. Quaranta hizo salir a la calle a los hombres, pero no para llevárselos a otra parte, sino para fusilarlos allí mismo, en la vía pública. La esposa de Brierre, Marie-Therese, se interpuso entre los militares y los siete hombres que iban a matar. La mujer gritó y los vecinos salieron a la calle. Eran demasiados testigos. Quaranta desistió, pero se llevó a los siete a la guarnición de Palermo. El embajador Brierre, mientras tanto, había tenido el reconocimiento de la Libertadora: los siete tenían status de asilados y fueron devueltos a la embajada.

      En total, la represión se tradujo en veintisiete fusilados. La tragedia del ´56 preludió la de los ´70. Julio Troxler, sobreviviente del basural, fue asesinado por la Triple A en 1974. Era subjefe de la Policía Bonaerense, a la que había sobrevivido 18 años antes. Susana Valle, la hija del líder del alzamiento, formó parte de la primigenia Juventud Peronista a comienzos de los ´60. Después del golpe del ´76, fue secuestrada en Córdoba. Tenía 40 años y Luciano Benjamín Menéndez se ensañó con ella. Estaba embarazada, pero eso no impidió que la torturaran. La picana produjo un parto prematuro de mellizos; uno nació muerto, el otro fue puesto a pocos metros de ella, podía verlo pero no tocarlo; así presenció su muerte.

      Para terminar, voy a leer la proclama revolucionaria.

      Al pueblo de la Nación

      Las horas dolorosas que vive la República, y el clamor angustioso de su Pueblo, sometido a la más cruda y despiadada tiranía, nos han decidido a tomar las armas para restablecer en nuestra Patria el imperio de la libertad y la justicia al amparo de la Constitución y las leyes.

     Como responsable de este Movimiento de Recuperación Nacional integrado por las Fuerzas Armadas y por la inmensa mayoría del Pueblo (del que provienen y al que sirven), declaramos solemnemente que no nos guía otro propósito que el de restablecer la soberanía popular, esen-cia de nuestras instituciones democráticas, y arrancar a la Nación del caos y la anarquía a que ha sido llevada por una minoría despótica encaramada y sostenida por el terror y la violencia en el poder.

     Conscientes de nuestra responsabilidad ante la historia, comprendemos que nuestra deci-sión es el único camino que nos queda para impedir el aniquilamiento de la República en una lu-cha estéril y sangrienta entre hermanos, cada día más inevitable e inminente.

¡Viva la patria!

Movimiento de Recuperación Nacional

General de División Juan José Valle

General de División Raúl Tanco

JOSE DE MOLDES

     José de Moldes nació en Salta el 1 de enero de 1785; hijo de españoles; su padre fue un mi-llonario comerciante que se expandió empresarialmente con una cadena de mercados y ferias desde Salta hacia todo América del Sur. Cursó sus primeras letras en su ciudad natal, y la es-cuela secundaria en Buenos Aires. En 1803 se trasladó a España para realizar estudios supe-riores. Estando en Madrid decidió dejar los estudios de abogacía y se incorporó como cadete en el Cuerpo de Guardias del Rey (una elite militar). En la lucha contra los franceses alcanzó el grado de teniente primero.

      En Madrid participó de las asociaciones que propiciaban las ideas de independencia para las colonias de América. Fue influido por Francisco de Miranda con el cual parece tuvo contac-to personal. En 1807, junto a su amigo Francisco de Gurruchaga, ejerció la presidencia de la Conjuración de Patriotas, quedando a cargo de la dirección.

      En 1808 cayó prisionero de los franceses, pero logró escapar. Estuvo en contacto con otros americanos que planeaban la independencia de su patria americana, ante el peligro de que los franceses se apoderaran también de las colonias americanas. Este grupo sería posteriormente base de la Logia Lautaro, que se fundaría en Cádiz en 1811. Acusado junto con Gurruchaga de conspiración, fueron encarcelados junto a Juan Martín de Pueyrredón. A base de dinero y argucias sobornaron a los guardias y pudieron preparar la fuga haciéndose pasar Gurruchaga por cochero junto a Moldes y escondiendo a Pueyrredón dentro de una calesa. Gracias a esta hazaña pudieron embarcarse en la fragata Castillo que arribó a Buenos Aires el 7 de enero de 1809. Al retornar al nuevo continente adhirió a los grupos que conspiraban por la indepen-dencia, dedicándose a difundir las ideas independentistas en las ciudades del interior.

      Un hecho que lo refleja es su actuación como Teniente Gobernador de Cuyo: llegó a Men-doza el 18 de agosto de 1810. No estará mucho tiempo en el gobierno, solo cinco meses, pero tomó una serie de medidas interesantes. Por ejemplo: regularizó el sistema de pesas y medidas y transformó el convento franciscano en el cuartel militar La Caridad. Trazó un plan de cons-trucción de veredas en la ciudad y tenía como norma escuchar una vez a la semana a los vecinos. Caso curioso: sacaba una mesa y una silla al patio e iba escuchando las quejas o sugerencias de los vecinos que en fila esperaban su turno para hablar con Moldes. Lo relevante fue que apenas llegó efectuó un censo de población. En Mendoza habitaban aproxi-madamente 12.000 personas por ese tiempo. El censo determinaba cuántas casas había en ca-da poblado y cuántos residentes tenía cada morada.

     Al terminar su misión en Cuyo, se convirtió en guerrero de la independencia en el norte con Belgrano y Güemes. Incorporado como segundo jefe del Ejército del Norte, después de la de-rrota del Desaguadero, se puso con ahínco a reorganizarlo, infundiéndole normas de disci-plina que fueron abiertamente resistidas por jefes y oficiales que carecían de ella. Elevó en tres meses, de ochocientos a dos mil, los efectivos.

     Cuando Belgrano retrocedía desde Salta y el enemigo victorioso amenazaba realizar un paseo militar hasta Buenos Aires, Moldes al frente de 125 jinetes equipados a su costa, se incorporó al ejército en retirada. Desinteresado como pocos. Gran parte de los gastos que originó el éxodo jujeño en agosto de 1812 los pagó él de su bolsillo y sin miramientos. De un solo saque trajo 5.500 pesos fuertes, los puso sobre la mesa y solo dijo: para la campaña. Sabía con quién trataba, se los dejó a Belgrano, tan honesto como él. Después discutirán entre ellos por otros temas, pero la patria y el pueblo estaban primero.

       Figura entre los que decidieron a librar la batalla de  Tucumán, contribuyendo hasta con di-nero, siendo él quien eligiera el sitio en que se apostaron las débiles fuerzas defensoras e indi-cando el instante preciso en que dispararon con éxito los cañones de los patriotas. Después de las incidencias sorpresivas de esa batalla, en la que Belgrano estuvo a punto de caer prisione-ro, se afirma que Moldes y su hermano Eustoquio lo salvaron.

      Los servicios de este distinguido militar salteño, en esa acción pueden apreciarse por el ho-nor que le dispensó Belgrano nombrándolo General Inspector de Caballería e Infantería. Una vez más su carácter rígido y sin duda, violento, al que se sumaba el concepto que tenía de la disciplina, provocaron un levantamiento exigiendo su separación del ejército.

      De regreso a Buenos Aires fue jefe de policía de la ciudad, nombrado el 7 de diciembre de 1812, llegando en apenas dos meses a poner orden e implantar medidas que él observara en las capitales más adelantadas de Europa.

      Representante por Salta y Jujuy en la Asamblea General Constituyente del año 1813, siendo vicepresidente de la misma. Escribió un tratado sobre Tácticas de infantería para las fuerzas armadas del Estado. Se le asignó la jefatura del Regimiento de Granaderos de Infantería; co-mandando dicha unidad pasó a Colonia del Sacramento y participó en el sitio y la toma de Mon-tevideo, asumiendo el mando interino de las tropas por ausencia de Alvear.

      Quienes lo conocieron dijeron que el guerrero de la independencia José de Moldes fue un hombre de un carácter tan áspero, dominador y altivo, que ni siquiera entre sus compañeros de armas logró amistades ni simpatías. Guapo, criollo y bien patriota, con indiscutida fidelidad a la causa independentista. Famoso por su pésimo carácter y por su escaso tino diplomático.

      El director supremo Gervasio Antonio Posadas lo exilió a la Patagonia quitándole sus dere-chos civiles, supuestamente por actitudes individualistas. Según Moldes, el motivo fue que ha-bía denunciado a Posadas por haber intentado tratativas con el rey de España para una inmi-nente ocupación militar.

     Fue elegido diputado al Congreso de Tucumán por Salta, pero no pudo incorporarse por discrepancias con Tomás Godoy Cruz. Cuando se debió elegir un nuevo Director Supremo en el Congreso de Tucumán, los candidatos propuestos fueron Moldes, Juan Martín de Pueyrre-dón, Belgrano y José de San Martín. La candidatura de Moldes fue apoyada por el gobernador de Salta, general Martín Miguel de Güemes, amigo personal de Moldes, y otros personajes del naciente Partido Federal. Resultó elegido Pueyrredón, lo que inició una marcada enemistad entre estos dos viejos amigos.

      Preso en 1817, acusado de conspirar contra Güemes por violación de correspondencia, lo que Moldes negara terminantemente y desterrado a Chile por Pueyrredón, regresa recién en 1820. Su genio indomable lo lleva después a librar una violenta campaña contra altos funcio-narios de Buenos Aires, que, según él habían delinquido.

      Enfrentado a varios miembros del Congreso, lanzó ácidas críticas a las ideas monárquicas del general Belgrano, a raíz de lo cual fue encarcelado. Fue deportado a Valparaíso, donde permaneció preso por orden del general José de San Martín. En 1819 escapó y regresó a Buenos Aires, donde se enfrentó a los sucesivos gobiernos; apoyó la posición del coronel Manuel Dorrego durante la Anarquía del Año XX. En 1822 se instaló en Córdoba, donde fue aliado del gobernador Juan Bautista Bustos.

      Era también un denunciador serial. Acusó a la gestión gubernamental bonaerense de Martín Rodríguez (entre 1820 y 1824) por malversación de fondos (con nombres y apellidos) y murió misteriosamente el 18 de abril de 1824 . Presumiblemente envenado. Aunque en los registros oficiales figuró como un suicidio. Raro y muy dudoso, aunque esto pareciera una fresca his-toria repetida en nuestra memoria nacional; tenía 39 años.

      José Moldes era partidario de un marcado sentido republicano y de un anti porteñismo sin-cero. Pero un hecho que lo pintará de cuerpo entero fue en 1808 cuando en Madrid, y ya incor-porado al Cuerpo de Guardias del Rey, fue invitado a un ágape organizado por la Corte espa-ñola y por el mismo ministro afrancesado Manuel Godoy (el hombre fuerte en las sombras de la corte de Carlos IV), para rendirle honores de bienvenida al comisionado oficial del imperio francés, recientemente nombrado por Napoleón, el General Requiers. Este general era un personaje de amplia trayectoria y proveniente de una histórica familia francesa plagada de millonarios, militares, artistas y académicos.

     Durante la conversación, el general agasajado se deshizo en toda clase de fanfarronadas sobre el poderío de Francia e incluso llegó a afirmar, bien compadrito, que si su emperador lo deseaba podría sojuzgar en un instante a España y sus colonias y nadie en el mundo podría impedirlo.

     -Difícil lo creo (respondió Moldes, herido en lo más vivo su sentimiento criollo). Dos veces intentaron los ingleses apoderarse de Buenos Aires, y de ambas conservan amargo recuerdo.

    -Poco valen los ingleses (dijo despectivamente el francés, que había encontrado la horma de su zapato). Pero, así y todo, nunca logré comprender cómo pudieron ser vencidos por una plebe amodorrada e inculta.

     -Esto se explica, caballero (repuso Moldes en voz alta y concentrando la atención de todos) en que esa plebe tiene un pecho más noble y fuerte que el de todos los serviles esclavos del tirano de Europa (o sea Napoleón, su jefe), como voy a probárselo a usted. Y a continuación le encajó una trompada al embajador y lo tiró al piso.

      Horas después se concertaba un duelo en condiciones muy duras y, al amanecer del día siguiente, el francés recibió dos heridas del argentino que le ocasionaron la muerte. Esa fue la primera sangre vertida por el impetuoso y bravo José de Moldes en defensa de su Patria.

      A lo largo de su vida se peleó con todos: Pueyrredón, Belgrano, San Martín, Alvear, Godoy Cruz, Güemes, Posadas. No andaba con chiquitas, intransigente con sus posturas, rozaba la tozudez. Republicano y con fuertes reparos al centralismo porteño.  Después cuando la guerra bajó el tenor y tuvo que volver a la función administrativa en Buenos Aires; si bien eran tiempos muy complejos, tomó la denuncia como su arma para seguir peleando contra lo que creía que era injusto. Para despuntar el vicio de peleador intransigente les dijo a algunos de sus pares que ostentaban el poder en Buenos Aires: traidores, coimeros, perversos, mentirosos, delin-cuentes, ladrones, estafadores, y vaya a saber cuántas cosas más.

REVOLUCIÓN DEL LOS ORILLEROS

      La noche del sábado 5 de abril de 1811, inesperada y sorpresivamente sobreviene el levan-tamiento de las orillas que dará fugaz tintura de pueblo a la Revolución. A las once de la noche del sábado 5 de abril se sabe que grupos de quinteros y arrabaleros, casi todos con su caballo, se juntaron en diversos lugares de la periferia de la cuidad (Miserere, Palermo Mataderos, San Telmo). En silencio iban rumbo a la plaza de la Victoria cuyo ámbito llenan a medianoche ante el desconcierto de los jóvenes de la Sociedad Patriótica (que ven materializado al pueblo que invocaban), y el temor de los vecinos principales contra la chusma de las orillas.

      Era una reacción espontánea del pueblo bajo y medio (donde se mantenía el verdadero patriotismo, sin artificios de retórica) contra las gentes de posibles y los jóvenes alumbrados de la Sociedad Patriótica que pretendían dar a la Revolución un giro extra nacional. El propósi-to era sustituir la Junta por el gobierno único de Saavedra, que mantenía aún su prestigio en la masa popular; el vehículo fueron los alcaldes de la periferia, sobre todo Tomás de Grigera, alcalde de las quintas, y su intérprete el Dr. Joaquín Campana, abogado de prestigio en las orillas.

     A las doce de la noche, la plaza de la Victoria estaba llena de gentes que rodeaban el edificio del Cabildo en un imponente silencio. Los regidores buscaron la protección de la Fortaleza donde quisieron averiguar, con los miembros de la Junta, el origen y los propósitos de la nocturna apariencia del pueblo. Como se sabe que está Grigera, aparentemente al frente de la pueblada, se lo llama; Vieytes le pregunta en tono conminatorio quién había ofrendado la con-centración intempestiva y Grigera contesta reposadamente: El pueblo tiene que pedir cosas interesantes a la Patria. Sigue un altercado entre los morenistas con el imperturbable alcalde que no quería decir cuáles eran esas cosas interesantes, y solamente habría de explicarlas al Cabildo.

     Llegan noticias de aglomerarse más gente en la plaza y estar algunos regimientos plegados al pueblo, entre ellos los pocos Húsares que había en la ciudad con su Jefe Martin Rodríguez. Como los morenistas acorralaban a Grigera, entraron algunos individuos que se limitaron a pe-dir que los regidores fuesen al ayuntamiento a oír el petitorio del pueblo y que al alcalde Grige-ra se le dejase preguntar. A las tres de la mañana los regidores, previas garantías de segu-ridad, se atreven a cruzar la plaza llena de gentes de a caballo, sin notarse la menor voz ni susurro alguno. Aquella actitud y a esa hora, debió estremecerlos.

     Una vez que en la sala de sus sesiones, el Dr. Campana les entregó el memorial de diecisiete peticiones para elevar a la junta, sin más amenaza que el pueblo no se moverá del lugar que ocupa entretanto no queden satisfechos los votos de la manera que se pretende. Se pedía la expulsión de todos los europeos de cualquier clase y condición que sean que no acreditasen de modo fehaciente su lealtad al gobierno.

     Advenidos los orilleros a la Junta, el tono de las relaciones con los ingleses cambiará radicalmente.  Campana se niega a la mediación británica que quiere darnos por favor mucho menos de lo que se nos debe por justicia.

     El 21 de junio la Junta da otro golpe a los ingleses en lo que más les dolía, sus intereses mercantiles: a instancias del consulado prohibió la remisión de géneros ingleses al interior, derogando la disposición de Moreno que lo permitía; también que los extranjeros vendieran sus géneros al menudeo en la capital. No se contentó allí; y como los introductores ingleses, favorecidos por Larrea, demoraban el pago de los impuestos hasta vender sus mercancías, la Junta ordenó (por pluma de Campana) el 25 de junio que las deudas de los introductores con la aduana tendrían un interés de del 6% sin prejuicio de los apremios y ejecuciones que el administrador de la Aduana estimara convenientes. A sus enemigos natos (los jóvenes del café de Marcos y la gante decente) los orilleros agregaron a Strangford y los comerciantes ingle-ses.

      Joaquín Campana nació el            24 de mayo de 1773 en la Banda Oriental. Era hijo de un inmi-grante irlandés, Campbell. Cursó sus estudios primarios y secundarios en el Real Colegio de San Carlos de Buenos Aires, trasladándose luego a Córdoba donde siguió humanidades y jurisprudencia, doctorándose en leyes en los tradicionales claustros de la casa fundada por el obispo Trejo. Para entonces, los Campbell habían castellanizado su apellido, pasando a ser conocidos como Campana, radicándose en Buenos Aires. Durante la primera de las invasiones inglesas combatió en las calles a órdenes de Martín de Álzaga, a quien apoyó en el cabildo abierto que consiguió la suspensión del virrey Rafael de Sobremonte. Se enroló en el regi-miento de Patricios, con los que luchó en la Defensa en 1807. Durante la Revolución de Mayo fue secretario de Cornelio Saavedra, de tendencia populista y se enemistó con el grupo de Mariano Moreno, de tendencia jacobino-pre-unitaria, a quienes acusaba de tiránicos.

     El gobierno de la Junta Grande deportó a distintos puntos del interior a los morenistas Mi-guel de Azcuénaga, Gervasio Posadas, Nicolás Rodríguez Peña, Juan Larrea, Hipólito Vieytes, Domingo French y Antonio Luis Beruti. Campana fue nombrado secretario de la Junta, que fue dominada por él, por Saavedra y por los diputados del interior.  Durante su gestión se aplacaron las políticas extremistas del grupo de Moreno y se mantuvo una posición moderada y socialmente conservadora; se disminuyeron las relaciones con Gran Bretaña.

     No podrían resistir mucho tiempo esa coalición de tantos intereses. Campana seria de-puesto y desterrado en septiembre por una revolución, y elegida una junta entre la que figura Sarratea como garantía de los comerciantes ingleses. La elección no se hizo en la plaza (como lo había dispuesto Campana sino en la sala del cabildo, entre la gente decente y sin permitir la entrada ni votación de la gente de medio pelo.     

      Allí comenzaron a gravitar las organizaciones contrarias, apoyadas por el Reino Unido de Gran Bretaña que logró la disolución de la Junta Grande y la formación del Primer Triunvirato. Desde entonces, los porteños comenzaron a derribar y cambiar los gobiernos sin consultar a las provincias; así comenzaba a formarse el partido unitario.

     Para entonces los ingleses, a quienes no convenía la guerra en América, tramitaban una mediación entre España y sus antiguas colonias. Tarea difícil y por demás complicada, que en-contró obstáculos insalvables.  Por supuesto que la designación de Campana como secretario de Gobierno y Guerra, no fue del agrado de lord Strangford, encargado de llevar a buen tér-mino la negociación, pues se lo sabía demasiado independiente y poco inclinado a entrar en ningún tipo de componendas. Los funcionarios británicos, desde los tiempos de Moreno en adelante se habían acostumbrado a tratar con hombres a quienes conducían fácilmente.  Joa-quín Campana no era de ésos y los ingleses lo sabían.

     El 18 de Mayo de 1811, en un documento de notable factura, Campana decía a lord Stran-gford: Estas Provincias, exigen manejarse por sí mismas y sin riesgo de aventurar sus caudales a la rapacidad de manos infieles.  Para que el gobierno inglés pudiese hacer los efectos de un mediador imparcial es preciso que reconociese la independencia recíproca de América y de la Península, pues ni la Península tiene el derecho al gobierno de América ni América al de la Península. Fue esta la primera vez que en forma oficial se habló tan concretamente de indepen-dencia, lo cual indignó a Strangford que envió de inmediato a Sarratea a Buenos Aires, para que pusiese coto a las locuras de la chusma de medio pelo que dominaba al gobierno.  Poste-riormente Campana fue expulsado de la Junta Grande, por disposición del Comité Patriótico morenista, que a pesar de que muchos de sus miembros sufrían detención o exilio, continuaba siendo un factor preponderante en todas las resoluciones que se adoptaban.

    Según una versión familiar, en la noche del 17 de Setiembre el doctor Campana fue secues-trado de su domicilio y llevado detenido a Areco, donde se lo instaló en la cárcel. Al reunirse la Asamblea General Constituyente en 1813 para tratar la organización y gobierno que se daría al país, sancionó una ley que favoreció a todos los incursos en delitos políticos y militares con las únicas exclusiones de Cornelio Saavedra y Joaquín Campana. El presidente, tras muchas vici-situdes, consiguió volver a Buenos Aires y que se lo reivindicara moral y materialmente.  Campana no tuvo esa dicha.

     Durante mucho tiempo permaneció recluido en Areco, instalándose después en Chascomús, teniéndosele prohibido entrar en la capital. En 1829, se embarcó en la goleta Rosa para Monte-video, con el propósito de radicarse definitivamente en aquella ciudad para ejercer su profe-sión de abogado. No hay otro antecedente en nuestro país de alguien que estuviese detenido por cuestiones políticas diez y ocho años; es el precio a pagar por meterse con Inglaterra.  (José María Rosa Historia Argentina / www.revisionistas.com.ar)