LA POLÍTICA PENAL DE STALIN. ¿UNA ALTERNATIVA PARA COLOMBIA?
Por Eduardo Mackenzie
La concepción estaliniana de la
justicia no era errónea. Era la barbarie misma. En la URSS de Stalin, donde
hubo, entre 1930 y 1953, 12 millones de personas que fueron ejecutadas, era
difícil tener una idea de lo que podría ser una política penal. Sin embargo,
ese país, para guardar las apariencias ante el mundo Occidental, se ufanaba de
tener una Constitución, así como unos códigos y unas leyes. Obviamente, el
ciudadano soviético nunca tuvo garantías ante la ley. Nunca fue tratado
equitativamente por la justicia.
En un régimen totalitario, de
partido único, policíaco y basado en la noción de “vigilancia revolucionaria” y
de lucha “necesaria” y “permanente” contra los “agentes del imperialismo”, los
derechos de los ciudadanos no cuentan para las autoridades.
Los tribunales soviéticos existían.
Había jueces, procuradores y hasta abogados (cuando éstos no eran encarcelados
o fusilados con sus defendidos). Con ese personal se realizaba, a veces, un
triste simulacro de justicia. La violencia criminal de masas ejercida por el
poder contra las personas, los grupos y las clases sociales consideradas
“enemigos del pueblo” o “contrarrevolucionarios”, era la realidad cotidiana,
que el descomunal aparato de propaganda ocultaba con notable éxito.
Jules Moch (1893-1985), un político
socialista francés con gran experiencia (fue ocho veces ministro del Interior y
de Defensa), hizo dos viajes de estudios a la URSS, uno en 1923, como admirador
de la “revolución de octubre”, y otro en 1956, mucho menos entusiasta. De esos
viajes, él rindió cuenta en dos libros bien diferentes. Ingeniero de
formación, Jules Moch, hablaba y comprendía perfectamente la lengua rusa.
Su segundo libro, URSS, Les yeux ouverts (URSS con los ojos
abiertos),[i] es muy interesante. Moch trata de hacer un balance “sin pasión”
de lo que pudo observar en ese segundo viaje de un mes, en un momento
particular: el de la llamada “desestalinización” emprendida por Nikita
Khruchtchev.
Aunque Moch era un observador
alerta, que conocía las interpretaciones tendenciosas y las mentiras asombrosas
que los voceros soviéticos ofrecían a los visitantes extranjeros, él no logró
penetrar del todo la realidad trágica de ese país. A pesar de que desde
1918 los socialistas rusos, víctimas de la dictadura bolchevique, describieron
en Europa occidental los horrores de ese nuevo régimen [ii], el mundo
descubrirá mucho más tarde qué era, en verdad, la sociedad soviética, gracias a
los crudos testimonios de autores disidentes y, sobre todo, gracias a la obra
de su exponente más célebre, Alexander Soljénitsyn.
Sin embargo, el libro de Jules Moch
ofrece numerosos datos reveladores. Me referiré aquí únicamente a la “justicia”
soviética.
La fachada que ofrecía la justicia
soviética para convencer a Occidente de que la URSS era el paraíso terrenal,
tenía unas reglas y éstas eran escalofriantes. Esa justicia buscaba una cosa:
explotar el aspecto represivo de la ley. El juez dejaba de lado, forzosamente,
los derechos de que hablaban los códigos respecto de los justiciables.
Tal enfoque era validado por la
ideología oficial y su creencia de que “la lucha de clases debe
acentuarse a medida que avanza la construcción del socialismo”. La justicia
estaba, pues, al servicio de la “lucha
de clases”.
En materia de derecho y
procedimiento penal las garantías que debía tener todo acusado eran
sacrificadas por la voluntad de establecer su culpabilidad. En muchos casos,
las “purgas” políticas, es decir el asesinato de decenas de miles de miembros y
de cuadros del partido único, no fueron precedidas de proceso alguno.
Para Andrei Vychinsky (1883-1954),
procurador de los procesos de Moscú de 1936-1938, que
eliminan la vieja guardia bolchevique, y teórico de la justicia stalinista, el
problema de la culpabilidad debía ser resuelto teniendo en consideración la
persona del acusado y no el acto cometido por éste, voluntariamente o por
negligencia. Semejante regresión respecto del derecho de las naciones
civilizadas fue muy poco criticada en la prensa occidental de la época,
subyugada como estaba por el juego de imágenes de la propaganda totalitaria.
La complicidad es una figura de derecho que el juez stalinista
utilizaba para aislar al justiciable: es cómplice toda persona que simplemente
tiene lazos o vínculos con el culpable, o con el acusado. Incluso sin que esa
persona haya participado efectivamente en la realización del crimen o del
delito. Su familia y sus amigos son vistos como cómplices y son castigados con
la muerte o con penas de prisión o de gulag. Vychinsky razonaba así: “Usted es
su amigo, luego es su cómplice”.
La noción de la “analogía” de los delitos era otro
aspecto de la justicia de Stalin. Sus procuradores pedían penas por los hechos
no reprimidos por la ley, bajo el pretexto de que eran “análogos” a otros que
si estaban en el código penal.
Los soviéticos inventaron y
exportaron a sus dictaduras satélites tales ideas, sobre todo aquella del
llamado “esquema previo”. Este
consiste en establecer un esquema específico para cada acusado y cada
expediente. El trabajo del comisario instructor consiste en hacer coincidir con
ese esquema las pruebas materiales que debe recabar (generalmente fabricadas),
así como las confesiones, los testimonios (generalmente falsos), etc. La
tortura física, psicológica y moral, practicada día y noche, es pieza
fundamental en la construcción de ese “esquema previo”. Ni los abogados,
ni los procuradores tenían acceso a la instrucción antes de que ésta
concluyera.
La instrucción criminal como se
hace en Occidente, es decir la búsqueda de pruebas que acusan y que
disculpan al justiciable, no era practicada en la URSS.
Algo más grave: el juez, según
Vychinsky, no tiene necesidad de “establecer el hecho objetivo de la comisión
del delito”, sino que puede contentarse con la “semejanza máxima”, lo que conduce a las peores violaciones de la
legalidad. Por ejemplo, a las condenas por pertenencia “a un grupo criminal”
sin participación alguna en la acción de los acusados. Eso era hecho en nombre
de la lucha contra el “formalismo” en la aplicación de la ley o para adoptar
una “actitud dialéctica”.
La teoría reciente del jurista
alemán Claus Roxin sobre el “actor
mediato” (lejano) es un desprendimiento de la doctrina stalinista del
derecho penal.
Roxin pretende que se le
puede atribuir responsabilidad penal a una persona que no cometió
personalmente un crimen, pero que perteneció a un grupo o a una “estructura
criminal”. La teoría de Roxin, que puede favorecer los peores abusos, recuerda
mucho el enfoque monstruoso de Vychinsky. Roxin dice que una persona puede ser
vista como responsable de un crimen por el hecho de haber sido parte de una “estructura organizada de poder”, o
porque esa persona “dominaba la realización del crimen sirviéndose de un
aparato de poder”.
Aquí el lenguaje brutal de
Vychinsky ha sido morigerado, pero la idea de base de la “semejanza máxima”, y
de la “pertenencia a un grupo criminal”, subsiste. La teoría de Roxin no es más
que una variante rosada de la culpabilidad “por proximidad”, que todas las jurisdicciones repudian.
La envoltura exterior de la
doctrina de Roxin es un desarrollo reciente pero su substancia es un viejo
artilugio de la justicia totalitaria. Quizás por eso su teoría es recibida con
tanta reticencia en Occidente. Imputar la autoría de un crimen a una
persona que no cometió el crimen, o que no intervino directamente en la
ejecución del crimen, no encaja con la tradición penal de Occidente que
se basa en la noción de culpabilidad directa y probada.
Los turiferarios latinoamericanos
de la doctrina Roxin pretenden implantarla por todas partes y para eso hacen
creer que ésta, lanzada en 1963, fue “incorporada a la dogmática penal a partir
del caso Eichmann”. Eso no es exacto. Esa teoría no fue utilizada en el caso de
Adolf Eichmann, pues el proceso de éste fue realizado dos años antes de que
Roxin lanzara su teoría.
Para volver a Vychinsky habría que
recordar, como hizo Jules Moch, que él siempre pretendió que la íntima convicción del juez no debía
apoyarse necesariamente sobre un razonamiento lógico estricto. Su íntima
convicción podía resultar de “sus fuerzas morales y de su carácter”, de su
“temperamento”. Si el elemento de la intima convicción en derecho penal siempre
fue, en sí, sumamente conflictivo, pues suele ser fuente de errores, cuando no
de abusos del ente fallador, la instalación del concepto de la “fuerza moral”, es decir del capricho o
de la vaga intuición del juez, como elemento validador de una investigación
penal, es desbaratar cientos de años de evolución del derecho penal de los
países civilizados.
Esos elementos, es decir la
exaltación de la subjetividad pretendidamente “fuerte” del juez, la teoría de
la “fuerza moral” del magistrado, permiten a éste prescindir de la plena
prueba y dictar sentencias inicuas. En otras palabras, según Vychinsky, si el
juez no logra recaudar pruebas acusatorias puede condenar al justiciable si
tiene el presentimiento o la convicción profunda de que éste es un criminal.
En ese enfoque, si su
“temperamento” le dicta que el acusado hizo parte de un “grupo criminal”
o de un “aparato de poder”, el juez puede y debe condenarlo. La
propuesta de Roxin, su pseudo estructuralismo judicial “moderno”, intenta
desplazar los principios de derecho procesal penal de Occidente por los
enfoques reciclados de Vychinsky. Estamos ante una actualización de la famosa “culpabilidad objetiva” del siniestro
procurador comunista.
Última observación sobre la
justicia en la URSS bajo Stalin: Jules Moch vió que Vychinsky y sus discípulos
le daban una importancia exagerada a la confesión. Obtenerla era el objetivo
último del comisario instructor.
Nikolai Vasílievich Krylenko, otro
teórico fanático de la justicia stalinista, decía: “En toda circunstancia, el
mejor indicio continua siendo la confesión
del acusado.”
En muchos casos, la “confesión” no aporta la verdad al
proceso: puede ser una escapatoria del justiciable para suspender el
interrogatorio o las torturas. Puede ser un medio para proteger al verdadero
culpable. Absolutizar la importancia de la confesión era, según Jules Moch, un
“profundo error”, algo digno del procedimiento penal en la Edad Media, con sus
torturas y sus juicios de Dios.
Igualmente inadmisible es hacer reposar sobre el acusado el fardo de la
prueba de su inocencia, como lo hacía Vychinsky. En las democracias, el
magistrado acusador es quien debe probar la culpabilidad del justiciable. En el
sistema penal soviético, no.
Ultimo detalle captado por Jules
Moch: la Corte Suprema de Justicia de la URSS, en lugar de interpretar la ley,
la revisaba cuando le daba la gana. Esa corte exhibía una gran arrogancia
respecto de la ley. Actuaba según la oportunidad y el enfoque personal de los
comisarios, quienes obraban teniendo en cuenta, sobre todo, las consignas y los
intereses de la burocracia, y no la legalidad ni el debido proceso. La
jurisprudencia penal soviética, si se puede utilizar esa expresión, era un
fárrago tóxico muy poco coherente.
En su libro, Jules Moch no habla de
otros aspectos importantes de la concepción penal stalinista: la sanción excesiva, la no publicidad y la aplicación retroactiva de las leyes, la espectacularidad del proceso y la retórica diabólico-animalista que emplea el acusador contra el
acusado. El proceso trucado stalinista es, sobre todo, un carnaval, un
espectáculo “pedagógico”, destinado a aterrorizar al acusado y al público. El
acusado, antes de ser llevado ante el pelotón de fusilamiento, es
reducido al estado animal: “insecto dañino”, “vampiro”, “perro rabioso”,
“gusano”, “víbora lúbrica”, etc. Vychinsky se hizo famoso por sus brutales
amalgamas y por el lenguaje zoológico que inventó y lanzó contra los acusados
de los procesos de 1936/38.
Idénticos métodos fueron utilizados
en la URSS en 1930 contra el llamado “partido industrial”. En ese proceso, tan
criminal como los anteriores, tampoco hubo pruebas pues no eran necesarias: los
acusados se acusaron de todo y durante horas. Los abogados aplaudieron a
Vychinsky y hasta llegaron a decir que “un defensor soviético es ante todo un
ciudadano de la URSS que como todos los trabajadores se indigna ante los
crímenes de sus defendidos.”
Los trucos y recetas del stalinismo
sobre el derecho penal parecían sepultados definitivamente desde el derrumbe
del muro de Berlín y la implosión de la URSS. Lamentablemente, no es así: están
regresando insidiosamente en algunos países. En Latinoamérica, bajo otro ropaje, esos esquemas están ahora de moda.
Peor: están siendo aplicados. En países que conocieron periodos de desorden
institucional por haber vivido largas temporadas de dictadura militar, se han
abierto paso algunas ideas para hacer de la justicia penal un instrumento
de venganza de fracciones neo marxistas contra ciertos grupos sociales. Ciertos
jueces extremistas están aplicando discretamente recetas aberrantes,
cubriéndose, claro está, con un lenguaje jurídico “moderno”. Los impulsores de
la nueva moda jurídica, hablan, por ejemplo, de “justicia alternativa”, y se
presentan como exigentes protectores de los derechos del Hombre. En realidad,
los derechos del Hombre, las libertades de los ciudadanos, las garantías
jurídicas de las sociedades democráticas, son los objetivos que esos actores
quieren destruir.
En Argentina, la técnica del “esquema previo” fue utilizada contra muchos
militares que participaron en la derrota del terrorismo marxista durante los
años de dictadura. ¿Juzgar a Videla, Galtieri y otros? Por que no. Juzgar a esa
gente era indispensable. Lo que no es conveniente es dejar de lado el juicio y
castigo para el otro bando: los jefes de las bandas terroristas que provocaron
en el continente latinoamericano la llegada de esas atroces dictaduras. ¿Cómo
se llama esa “justicia” tan selectiva? Unos hablan de “justicia alternativa”.
Otros le dan el nombre, más sofisticado, de “justicia transicional”.
¿Transicional entre qué y qué? ¿Entre el capitalismo y el socialismo? Quizás.
Por el momento, ellos aseguran que sólo es una justicia que “facilita la
transición de la dictadura a la democracia, o de la guerra a la paz”. Empero,
esa “transición” es cuestionable. Esa teoría es responsable de la extrema politización de la justicia en
América Latina. Por otra parte, ningún activista de esa justicia ha tratado
de aplicársela a Fidel Castro. Ningún otro dictador de izquierda ha
sido objeto de preocupación para los “transicionales”. Pues no se trata de una justicia sino de una revancha. No se
trata de “transición” sino de permanencia y de unilateralidad. Uno de sus
impulsores explica que “el tiempo, el ritmo y la secuencia son elementos
estructurantes del éxito de la justicia transicional.”. Son nociones obscuras
que poco o nada tienen que ver con el derecho. Esa “justicia” es, pues, otra
cosa. Ese mismo experto tuvo que admitir que esa justicia se presta
a manipulaciones: “Algunos operadores judiciales justifican piruetas para
desviarse del sentido racional de las normas, evocando la justicia transicional
para recorrer el laberinto hermenéutico con flexibilidad churrigueresca.” [iii]
Esa fórmula disimula la esencia del
problema pero no del todo. Las “piruetas” de esa justicia facilitan la
aplicación de técnicas como la “analogía” y la “semejanza máxima” de Vychinsky.
La “justicia transicional”, en Argentina y Chile, favoreció a los
terroristas de extrema izquierda y se cebó contra los militares y policías que
los combatieron. Dejó en libertad a los terroristas que cometieron miles de
crímenes, secuestros y atentados, y se concentró, desde hace más de 30 años,
sólo en la persecución de quienes contuvieron el terrorismo. Los terroristas de
izquierda no le interesan a los “transicionales”. Videla fue condenado una vez
por sus crímenes, pero eso no es lo que busca esa gente. El debe ser juzgado
una y otra vez, hasta su exterminación. Como no pueden obtener un
veredicto de pena de muerte ese hostigamiento de por vida es una variante
aceptable.
En Perú, jueces izquierdistas
condenaron al ex presidente Fujimori a 25 años de cárcel por
“responsabilidad indirecta” en dos matanzas cometidas en 1991 y 1992 no por él,
ni por sus agentes, sino por un escuadrón de la muerte. Es decir le
aplicaron el enfoque de Vychinsky de la culpabilidad “por asociación”, invocando la teoría de
Roxin. En contacto permanente con un jurista español, José María Mellado,
de la universidad de Alicante, los jueces fueron incapaces de probar que el ex
mandatario había cometido un crimen: se limitaron a probar que otras
personas lo habían cometido. Es decir, acudieron al precepto stalinista de
tener en cuenta la persona del acusado y no el acto cometido. Cinco otros
juristas españoles, subcontratistas ilegales, expertos en ese tipo de
marrullas, también intervinieron, en la redacción de cinco de los 22 capítulos
que tiene esa sentencia de 711 páginas, escrita antes de que el juicio
terminara. [iv]
En Colombia el derecho penal
stalinista se infiltra también. Rápida y discretamente. Y sin que sea necesaria
una reforma de los códigos. Una justicia penal de hecho está imponiéndose.
Ciertos magistrados y ciertos funcionarios aplican ya las horribles recetas. La
“justicia transicional”, comienza a tener hasta una burocracia: un funcionario
se ocupa de eso en el ministerio del Interior. De nuevo son los militares
quienes más están sufriendo los excesos de esa justicia, así como los
parlamentarios, ex ministros y ex consejeros matriculados en la corriente
política del uribismo. Ello corresponde con la ofensiva de la extrema izquierda
continental contra su adversario histórico: las fuerzas militares del
continente.
El equipo de gobierno de Álvaro
Uribe, de 2002 a
2010, es objeto de una campaña política de destrucción de largo alcance. Una de
sus aristas es la llamada guerra judicial, con acusaciones fabricadas,
instrucciones trucadas y condenas escandalosas, porque ese gobierno combatió
con éxito el terrorismo comunista de las Farc y de sus aliados
castro-chavistas.
Se están viendo casos de aplicación retrospectiva de la ley, de
fabricación de acusaciones, de testigos comprados por la
instrucción. Se está viendo que una parte de la justicia está en plena “lucha
de clases”: algunos jueces y fiscales rechazan los elementos de defensa del
justiciable, quien es visto como “enemigo”. Para ello
utilizan una valoración arbitraria y subjetiva de los indicios y de
la prueba, aplicando el concepto de Vychinsky de que el instructor debe basarse
en “su fuerza moral”, en su carácter y en su “temperamento”. Si un fiscal
es destituido por cometer tales ilegalidades, grupúsculos violentos exigen la
reintegración del funcionario venal.
Las dos muestras más indecentes de
la nueva “justicia de clase” son, por una parte, la condena a 30 años de cárcel
del Coronel Alfonso Plazas Vega, por hechos de hace 25 años, sin que la juez
haya podido probar nada contra él y, donde aparece, de nuevo, la teoría de
Claus Roxin. Por la otra, el interés nulo de la Fiscalía colombiana por
investigar el inmenso escándalo de la Farc-política, es decir de parlamentarios
y activistas políticos que están al servicio de las Farc.
Algunos políticos liberales o
comunistas acusados de tener vínculos con las Farc, pues sus nombres aparecen
en los archivos digitales de las Farc, y por sus actuaciones públicas en favor
de esa banda narco terrorista, han sido absueltos rápidamente, y sin
investigación. La ex senadora Piedad Córdoba fue destituida por la Procuraduría
por sus nexos comprobados con las Farc pero la Fiscalía se niega a abrir la
correspondiente investigación penal. En cambio, la Fiscalía y la CSJ son
diligentes para investigar y sancionar a quien es señalado, con pruebas o no,
de tener “vínculos” con los paramilitares de extrema derecha.
Los acusados y sobre todo los
acusados militares, sufren de tratamientos judiciales perversos, como el no
tener acceso a la justicia penal militar, como el no acceso de sus abogados a
los supuestos testigos, como la utilización contra ellos de falsos testigos y,
finalmente, como la aplicación torticera de la doctrina Roxin de la culpa “por
proximidad”. La jurisprudencia se está utilizando para crear nuevos tipos
penales e imponer ciertos enfoques.
Todo eso está ocurriendo. La
inquietud de algunos senadores y representantes, de algunos sectores del gremio
de los abogados, de las facultades de Derecho, de la prensa, de los militares,
en actividad y en retiro, está en aumento. Sin embargo, el gobierno y la
justicia son sordos ante ese malestar, pues la perversión de los valores
jurídicos es presentada por sus impulsores como la gran innovación del
derecho, como un capítulo más de la “modernización” jurídica del país.
Notas
[i] Jules Moch, URSS les yeux ouverts, Editions Robert Laffont,
Paris, 1956.
[ii] Ver el
importante libro de Christian Jelen l’Aveuglement, Flammarion, Paris, 1984.
[iii] Ver Sobre la justicia transicional,
por Michael Reed Hernández, El Colombiano, Medellín, 13 de diciembre de 2010.
[iv] Ver el artículo del periodista Ricardo Uztarroz
del 23 de abril de 2009, Fujimori,
l’Eichmann du Pérou? En:
http://www.jacquesthomet.com/2009/04/26/scandaleux-fujimori-leichmann-du-perou/
11 de marzo de 2011