Trump, negocios de guerra
A los pocos días de que el presidente
estadounidense apoyara el “todos contra Qatar”, vendió a los qataríes 37
aviones F-35
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Asomados al balcón del eterno conflicto, viene a la
memoria War games, película estadounidense de los ochenta,
ambientada en los últimos años de la Guerra Fría, que cuenta la historia de un
joven hacker que intenta infiltrarse en sistemas ajenos por simple
curiosidad.
Durante un simulacro sorpresa de un ataque nuclear,
muchos operadores del ala estratégica de misiles de la Fuerza Aérea de Estados
Unidos no se muestran dispuestos a girar la llave necesaria para
lanzar un ataque con misiles.
La coalición de países que combate
al Estado Islámico (EI) utiliza Al Udeid (Qatar),
la base aérea más grande de Washington en Oriente Medio donde 11.000 militares (la mayoría de ellos
americanos) están estacionados con carácter permanente.
En la base, además del contingente de tropas al que
hay que añadir 120 aviones, está el Centcom, que es el Centro de mando
para las actividades sobre Siria, Irak y Afganistán, y desde allí
salen un centenar de bombarderos diarios. También se encuentra allí el CAOC (centro
de operaciones aéreas) de toda la región, desde el que se vigilan todos los
vuelos, civiles y militares, de su zona de responsabilidad (nordeste de África,
Oriente Medio y sur de Asia, en total unas 20 naciones).
Curiosamente, el Centcom estaba antes
en Arabia Saudí, pero debido a las susodichas operaciones les
cancelaron el emplazamiento. Por el uso de la base, cuya construcción costó al
pequeño emirato un billón de dólares, el Estado qatarí no cobra renta.
Cinco países, Arabia Saudí, Egipto, Bahréin,
Emiratos Árabes y Yemen, se han puesto de acuerdo para romper relaciones
diplomáticas con Qatar, cerrar las fronteras terrestres y bloquear el
espacio aéreo a los medios de transporte qataríes, además de imponer sanciones
a entidades y personas de ese país.
En su reciente paso por Riad, Donald Trump ofreció
su apoyo incondicional a los saudíes
La medida ha inflamado, un poco más si cabe, una de
las zonas más trémulas del mundo. Y esto es así porque tras el bloqueo a Qatar,
la alianza de las monarquías ricas del Golfo, crucial en los esfuerzos
occidentales para contener a Irán y librar la lucha contra el Estado Islámico (EI),
podría llegar a estar amenazada.
Los comportamientos iniciales de Donald Trump
demuestran cambios en el liderazgo internacional de EE.UU. Los primeros compases están
salpicados de actos impulsivos, personalismo, excesivo foco en el impacto
interno y escaso respeto a los acuerdos y relaciones institucionales de sus
predecesores. Todo ello abona la tesis de que gana terreno la incertidumbre.
En su reciente paso por Riad, Trump expresó su
apoyo incondicional a los saudíes, a los que fortaleció en su ánimo de romper
relaciones con Qatar. Asimismo, propuso la formación de una OTAN árabe,
liderada por Arabia Saudí, lo que teniendo en cuenta las contradicciones que se
acumularían en el corazón de esa alianza militar, no deja de ser una
figuración.
En esta iniciativa subyacería el deseo de EE.UU. de
que los árabes asuman más responsabilidad en la lucha contra el Estado Islámico
y en un sentido más amplio, en su propia seguridad.
Pero el apareamiento (pacto de ayudas mutuas
entre Arabia Saudí y EE.UU.) tiene otras bases de valor económico en negocios
que interesan a Trump, y tendremos nuevas pistas en el proceso de
privatización de Aramco (se gestiona una OPV en Londres) que puede suponer
la mayor operación bursátil de la historia.
El encuentro de Riad ha consolidado el apoyo
tajante a la causa suní, que lleva aparejado un importante suministro de
sistemas de armas, aislamiento declarado de Irán (lo que supone dificultades
para Europa en el proceso de eliminación de sanciones por el acuerdo nuclear)
y acuerdos de inteligencia, como el suministro de evidencias de transacciones
con Irán por parte de otros países.
Además del negocio para la industria
estadounidense,
consigue el apoyo al control de precios del crudo (que los rusos necesitan
por sus costes de extracción, pero no respetan los saudíes que consideran a
Rusia un sostén continuo de Irán).
El presidente norteamericano, que, tras la ruptura
de sus vecinos con Qatar, envió uno de sus tuits, animando al castigo, y
después preguntó (siempre hace igual), tuvo que pedir a su secretario de
Estado que instase la calma y aliviase el embargo. Lo que estaba en cuestión
era mantener el estatus del uso de la base aérea. Los arrebatos dejan secuelas,
resultado de practicar esa diplomacia del vendedor de coches de segunda mano
que tanto le gusta.
Con una población de 300.000 habitantes de mayoría
suní y dos millones de trabajadores extranjeros, Qatar es el país menos
importante del Golfo. Es el mayor exportador de gas natural, tiene poco
crudo y ha de importar casi todo, hasta la mano de obra para sus
construcciones.
Qatar decidió hacer negocios con chiíes y los
saudíes no se lo han perdonado, esgrimiendo en su contra un testimonio,
facilitado por la inteligencia americana, en el que les imputaron financiar a
grupos terroristas. Hasta ahora, Washington había evitado posicionarse, sin
dejar de presionar a Doha para que dejase de financiar a grupos extremistas.
Saudíes, emiratíes y egipcios llevan tiempo viendo
a Qatar como patrocinador de extremistas, a los que proporciona apoyo
financiero, soporte político y la más potente bocina de la región, la cadena de
televisión Al Yazira, que influye decisivamente en la
información en los países árabes.
La familia Al Zani, que rige el país, se habría
dedicado a apoyar las primaveras árabes –especialmente a los Hermanos
Musulmanes–, a flirtear con Irán y a condescender con los militantes de Hamas. Lo
que equivale a desafiar el credo regional, compartido por Estados Unidos,
Arabia Saudí e Israel, que consiste en tenérselas tiesas a Irán y apuntalar
los países leales con regímenes militares fuertes (Egipto).
Mientras disfrutaba de la protección americana que
le proporcionaba la estratégica base de Al Udeid, el emirato fue tomando
posiciones en empresas europeas (El Corte Inglés) o patrocinando equipos
de fútbol (PSG) que no han conseguido objetivos tangibles como ganar una
Champions, a pesar de la pródiga inversión en el mercado.
Qatar organizó su propia agenda regional y se
apuntó pronto a la doctrina Obama que condujo al acuerdo nuclear con Irán, que
Washington ahora repudia. Con el súbito aislamiento al que se han visto
sometidos, están empezando a pagar el precio de haberse saltado la ortodoxia
imperante en las últimas cuatro décadas.
Esto, que alguien ha calificado como “perfidia
qatarí”, no deja de ser un juicio abusivo hacia lo que podría ser,
esencialmente, una astucia consistente en llevarse bien con todos. Claro que
eso resulta difícil cuando el mundo, espoleado por la Casa Blanca, avanza a
zancadas hacia la polarización. Conmigo o contra mí, no caben los términos
medios ni las ventajas estratégicas. Trump
en estado puro.
Y esto se concreta en que Irán es el objetivo que
batir; Rusia jugará sus bazas (menos protección a Irán, a cambio de que
todos acepten una Siria con Assad); Israel puede salir beneficiada de la
debilidad sobrevenida para Hizbulah, pero Irán tendrá que buscar en Europa la
salida de su maltrecha situación (derivada del inmenso gasto en producir
material fisible, boicot petrolero y explosión demográfica que aboca a una
sociedad que exige cambios).
Washington, que exige una mayor responsabilidad
árabe en la eliminación del Estado Islámico, sigue vendiendo armas a quienes
tienen crudo para comprárselas. A los pocos días de que Trump apoyara
el “todos contra Qatar”, vendió a los qataríes 37 aviones F-35, la joya
de la aviación militar, por valor de 12.000 millones de dólares. Primer
desembolso de un contrato por aproximadamente el doble de la entrega actual.
Lo que hace treinta y tantos años no dejaba de ser
una ficción plasmada en un guión made in Hollywood (infiltración de hackers,
ataques nucleares, lanzamiento de misiles…) hoy forma parte, con
naturalidad, de una realidad: la guerra no declarada.
Y los juegos han pasado a ser negocios. Negocios de
guerra.