UNA
DESCONOCIDA FUENTEOVEJUNA EN TRASLASIERRA -
Isabel Lagger | Escritora (Especial). La Voz del Interior 6 de junio de 2004.
En estos momentos hay una tendencia
fomentada y difundida por ciertos historiadores que tratan a nuestros padres
fundadores de traidores a la patria. Y como el argentino tiene alma de caníbal
y nadie es profeta en su tierra, compra ese mensaje. Los que nos oponemos a esa
tendencia ofrecemos una gran cantidad de prueba de lo que decimos; en cambio
ellos se basan en una par de cosas comunes que no investigan porque su misión
es difundir el mensaje de nuestro enemigo ancestral que busca dinamitar nuestro
pasado y quitarnos puntos de referencia. La contra partida de ese mensaje es
sostener que nunca debimos alejarnos de la colonia española, ya que en nuestros
territorios vivíamos un estado de gracia y felicidad.
Voy a comentar en este corto programa la
primera insurrección en lo que hoy es Argentina y la primera en el continente,
de la que se cumplen 250 años, es decir treinta y seis años antes que la
Revolución de Mayo. Se la denominó Rebelión de los Chañares o la Fuente Ovejuna
de Traslasierra.
Hace exactamente 250 años, cuando
Córdoba pertenecía al Virreinato del Perú y desco-nocía los límites
interprovinciales actuales, tuvo lugar, en un rincón de Traslasierra, una revo-lución
comunera de la que poco se habla. El alzamiento, minúsculo en número pero de
marca-da significación respecto a las ideas libertarias, estrenaría la
efervescencia revolucionaria mucho antes del 25 de mayo de 1810. Si Fuente
Ovejuna, de Lope de Vega, significa una toma de conciencia del poder popular
frente al despotismo de un comendador, esta bien puede considerarse la réplica
autóctona del mismo hartazgo. Conviene evocar tales acontecimientos porque
constituyen los primeros pasos hacia la libertad. Son, en definitiva, un
auténtico gateo de nuestra civilidad.
Dos siglos después de haber sido
publicada, se produciría la mencionada epopeya libertaria en Traslasierra. Aún
no se había declarado la independencia de los Estados Unidos, ni había
estallado la Revolución Francesa y restaban cuatro años para que se produjera
el nacimiento del general San Martín. Unos 260 años atrás, la idea del Común
cobraría fuerza y valor (aunque por breve lapso) al dejar de lado los dolores
individuales para fortalecerse junto al otro. A ese sentimiento conjunto
debemos la compulsiva acción del grupo de serranos que enfrentaría a un déspota
virreinal en nuestras tierras (Córdoba pertenecía entonces al Virreinato del
Perú y habría de esperar dos años todavía para que se creara el Virreinato del
Río de la Plata, que la incluiría dentro de su jurisdicción). Pero el
acontecimiento protagonizado por un puñado de hombres alzados que clamaban Vox
populi vox Dei ha sido misteriosamente olvidado en Cór-doba.
A principios del siglo XVIII, en el
austero caserío de la región de Pocho, el constructor Juan Pedro Perales
levantaba la capilla de San Francisco Javier, a pedido de doña Flora Brizuela,
sin saber que esa casa de oración habría de ser después el epicentro de un
incendio revolú-cionario que alteraría el resignado ambiente rural. Unos 27 años
antes, en un rancho escon-dido en las inmediaciones (más precisamente en Punta
de Agua) había llegado al mundo Basilio Quevedo, protagonista de relevancia de
esta historia. Este Quijote serrano lideraría a campesi-nos hartos del
vasallaje, sin conocer, como el manchego, libros de caballería ni de ninguna
otra especie. Contaba sí con 200 escuderos armados con chuzas, cuchillas,
macanas y boleadoras para emprender la gesta. No uno solo, como Sancho Panza,
sino dos centenas de iguales (afe-rrados a la idea del Común) y dispuestos a
alzarse contra las arbitrariedades de las autorida-des locales. Como su émulo
de Fuente Ovejuna, el Maestre de Campo, José de Isasa, ejercía función de juez
Civil y Comercial con sentido despótico. Su palabra, por lo tanto, no admitía
réplicas.
Desde ese absolutismo, dos meses antes
del acontecimiento en cuestión, dispondría no aceptar al párroco enviado por el
Obispado en reemplazo del cura del lugar, el doctor Tomás Tadeo Funes. Sus
deseos jamás se cuestionaban. No obstante, y debido a la dimensión del opo-nente,
difundió entre los vecinos y capitanes de milicia la idea del común. Se
proponía involu-crarlos para que ellos impidieran que el nuevo prelado, doctor
Alberto Guerrero, tomara contacto con la feligresía. El amo y señor sentenció (en
alianza con el también déspota y anto-jadizo juez Pedáneo, José de Tordesillas),
y ni un aleluya pudo exclamar el designado párroco Guerrero ante quienes
proferían a gritos que la suya era la voz de Dios, a instancias de Isasa.
Pero las ideas suelen tener un efecto
bumerán en ocasiones. Descubrir que unidos tenían otra entidad produjo enorme
sorpresa entre el campesinado, aun cuando secundaran al todo-poderoso señor de
la región. Pero no todo estaba dicho. Cuando las autoridades eclesiásticas
amenazaron denunciarlos como sediciosos ante el Santo Tribunal de la
Inquisición, se produjo un notable viraje en la actitud de José de Isasa. El
terror que le infundían los inclementes jue-ces lo impulsaría a proponer una
tregua, que consistiría en la promesa de envío, como prenda de paz, de 200 de
sus milicianos a la frontera sur. Todo esto sin consultar a sus comuneros.
Ninguno había leído el libro Funte
Ovejuna, ni siquiera conocían su existencia, pero reaccio-naron al saberse poseedores
de un poder desconocido. Se rebelan entonces contra los desig-nios del Maestre
de Campo y del propio juez Pedáneo, y el 3 de abril de 1774 un clamor desco-nocido
se escucha en Traslasierra. Un clamor que hace caer los primeros eslabones de
una cadena, tras el cual pasan de ser dominados a dominadores.
Los poderosos son llevados prisioneros.
Isasa a San Luis de la Punta, y el juez Tordesillas a Río de la Punta. Un odio
momentáneo irrumpe entre los comuneros y no falta quien proponga atar al juez a
la cola de un caballo como escarmiento, pero alguien controla la barbarie. Seis
años más tarde, en la plaza principal de Cuzco sería descuartizado el inca
Túpac Amaru por encabezar una rebelión semejante. La de Traslasierra, es pues,
el antecedente pocas veces nombrado de la rebelión popular más importante de la
historia colonial de América. Cuando se alteran los pueblos agraviados, y
resuelven, nunca sin sangre o sin venganza vuelven.
Los comuneros serían comandados por
Cipriano Hurtado de Lara, pero al producirse la fuga de Isasa, cede el bastón
de mando a Basilio Quevedo. Isasa llega hasta Punta de Agua para denunciar el
alzamiento. Necesitaba suavizar con ese gesto sus pecados demagógicos. Un
nativo del lugar, Quevedo, ocupa entonces el centro de la escena, secundado por
valientes campesinos y por el cura de San Javier, el presbítero Bartolomé
Moreno. Juntad el pueblo a una voz, que todos están conformes, en que los
tiranos mueran.
Luego de rápidas gestiones del común, el
Obispado admite que el padre Guerrero no ocupe el cargo en la región. Los
rebeldes (temiendo posibles argucias) se amparan en la jurisdicción de San
Luis, logrando el apoyo del Justicia Mayor del Ayuntamiento, doctor Rafael
Miguel Vilchez. No sabían los ingenuos comuneros que la nota en que se les daba
generosa acogida había sido escrita por el propio Hurtado de Lara para
estimularlos en su rebeldía.
En Córdoba, en tanto, se nombraría
mediador a Juan Tiburcio Ordóñez, con la consigna de realizar tratativas para
lograr un acuerdo con el Común. El emisario envía una nota anunciando que su
campamento se instalaría al naciente de la capilla de Pocho. El encuentro
reviste particular significación pues Basilio Quevedo no sólo exige la
expulsión definitiva del Maestre de Campo Isasa y del Juez Tordesillas, por el
ejercicio discrecional y despótico de sus cargos, sino además un largo
petitorio que sorprendió al comisionado. Ninguna exigencia popular y
comunitaria se había dado en aquella jurisdicción, ni en otra del Virreinato.
La letra manuscrita exudaba el estado de exaltación victoriosa de la gleba
serrana, exigiendo, entre otros aspectos importantes, que ningún hombre europeo gobernara el valle; que no se necesitaban maestres de campo; y que la designación de los capitanes
debía corresponder al Común, y en
particular a Basilio Quevedo, porque conocía a su gente. Todo ello sin
auxilio de ningún juez. Y en un acto extremo del arrojo utópico que intuye su
poca duración, solicita se les entreguen
las armas pagadas con anterioridad (con plata y caballos) a Isasa, como también
un perdón general y seguro para que no se culpe a ninguna persona en particular
del levantamiento.
El 28 de abril de 1774 se produce el
llamado Pacto de los Chañares, en el que se concede lo exigido. Pero no todo
iba a terminar bien. Los cabildantes de Córdoba rechazaron el convenio por
considerar a los sublevados delincuentes
de atroz delito, designando inmediatamente al coronel de milicias, José
Benito Acosta, como gobernador de Armas, quien debe trasladarse hasta el lugar
para exigir la rendición de los alzados.
La desautorización de Ordóñez inquietó a
los comuneros, dispuestos a enfrentar a las fuer-zas militares con lanzas y a
caballo. Desde Panaholma, el Gobernador de Armas envió un emisario para
intimarlos pacíficamente a que se presentaran de a dos, pero los amotinados
respondieron por carta que no resultaba conveniente ese trámite individual,
temían ser burla-dos, pero Acosta les hizo saber que si no se retiraban a sus
casas serían sentenciados a la pena de muerte. Basilio Quevedo y sus hombres
ansiaban ser escuchados por las verdaderas autoridades y no por simples
emisarios que actuaban en nombre de ellas.
Desde un cielo lleno de nubarrones
oscuros los cóndores desafiaban con sus vuelos a los rústicos hombres que
cruzaban la Sierra Grande rumbo a Córdoba. No alcanzaron a llegar porque fueron
interceptados y muchos despachados hacia la frontera. Dividir para reinar,
había aconsejado el gobernador de Armas, sin saber que aquellos baquianos, conocedores
de todos los rincones y quebradas, burlarían a sus captores para reunirse otra
vez a los comu-neros.
Apelando a una estrategia perversa, el
coronel Acosta envía a un chasqui hacia Córdoba, anunciando que los rebeldes
bajaban hacia la ciudad para tomar represalias en el propio co-razón
mediterráneo. La gente se alarma tanto que el gobernador Martínez solicita que
se pre-paren para la defensa. Los cordobeses capitalinos sacan a relucir
poderosas armas para enfrentar a un reducido grupo de desarrapados rebeldes.
No conforme con su maquiavélica
estrategia, Acosta les corta el paso con sus milicianos en cercanías de Copina,
y pide allí al vicario Pedro José Gutiérrez que convenza a los rebeldes a que
entreguen las armas. Los revoltosos aceptan.
No sucede lo mismo con nuestros autóctonos
revolucionarios. Desprovistos de armamento y fatigados, pronto comprenden que
es ilusorio pedir justicia al otro lado del cordón de piedra. Ingresan a la
ciudad arrastrando grillos en sus pies para quedar prisioneros en el Colegio de
los Jesuitas.
Desaparecen las esperanzas, pero el
cabecilla, Basilio Quevedo, no declina en su intención de exponer la verdad del
Común ante los doctos magistrados. Aquellos lo observan como a un canalla
insurrecto. Como a un subversivo. ¿Conclusión? De los iniciales 200 comuneros
alza-dos quedan sólo 16 hombres vencidos que se arrinconan en una celda oscura.
Comprenden que han creado un espejismo efímero de libertad. En tanto, el
Maestre de Campo, José de Isasa, es reintegrado a sus funciones, y el juez
Tordesillas repuesto en su cargo.
Un año después, el abogado que se encarga
de la defensa de los comuneros asegura que el estado de Basilio Quevedo es tan miserable
que horroriza mirarlo. El reo, postrado en un rotoso camastro, es una suma de
heridas infectadas. En Traslasierra, en tanto, se acentúa el hostigamiento.
Nadie protesta. Aislados como nunca, los hombres y mujeres deciden guardar sus
semillas de rebeldía en cacharros de arcilla o en tejidos de lana, pues el
futuro les ha dado la espalda.
Al perder vuelo, el eco de sus voces se
acurruca dócil en los ranchos. Fuenteovejuna es sinónimo de sublevación popular
pero Córdoba desconoce, o amordaza, su propio patrimonio heroico en ese
terreno.
Proponemos que el 28 de abril de 1774,
Pacto de los Chañares, sea declarada
como pri-mera fecha patria y don Basilio Quevedo héroe de aquella jornada,
ingrese a la galería de próceres nacionales.
Una acotación al margen hablando de
próceres nacionales; si se coloca Güemes como ícono de la independencia, lo
mismo acontece con el almirante Guillermo Brown; de quien el pasado sábado 22
de junio se cumplieron 247 años de su nacimiento. Nuestra lucha por la
indepen-dencia es muy particular; solo se dieron en nuestro territorio dos
batallas: Tucumán y Salta. El combate de San Lorenzo no alcanza dimensión de
batalla. Todas las demás se dieron fuera de lo que hoy es nuestro territorio.
Exactamente lo mismo que hizo Güemes en
el norte lo hizo Brown en el Río de la PLata; con el agregado que aparte de
luchar en la Guerra de la Independencia, lo hizo también contra el Brasil en la
década siguiente, y contra el bloqueo anglo/francés durante la gestión de
Rosas. Es un prócer olvidado, quizá el que mas participación tuvo en la lucha
armada en nuestra historia.