TRES LUGARES COMUNES DE LAS LEYENDAS NEGRAS

TRES LUGARES COMUNES DE LAS LEYENDAS NEGRAS

Por Antonio Caponnetto

Introducción

     La conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a reavivar, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y anti hispanista de vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y obnubila el orden de la razón,  según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada.
     Bastaría  aceptar  y  comprender  este  oculto  móvil  para  desechar,  sin  más,  las  falacias  que  se  propagan  nuevamente, aquí y allá. Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en  América,  quedan  a  la  vista  su  inconsistencia  y  su  debilidad.  Veámoslo  breve-mente  en  las  tres  imputaciones  infaltables enrostradas por las izquierdas.


El despojo de la tierra

     Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.
     Llama  la  atención  que,  contraviniendo  las  tesis  leninistas,  se  haga  surgir  al  Imperialismo  a  fines  del  siglo  XV.  Y sorprende  asimismo  el  celo  manifestado  en  la  defensa  de  la  propiedad  privada  individual.  Pero  el  marxismo  nos  tiene acostumbrados  a  estas  contradicciones  y  sobre  todo,  a  su  apelación  a  la  conciencia  cristiana  para  obtener  solidaridades. Porque, en efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y posesionista? No hay respuesta.
     La  verdad  es  que  antes  de  la  llegada  de  los  españoles,  los  indios  concretos  y  singulares  no  eran  dueños  de  ninguna tierra, sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrado y de unos caciques despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el saqueo  y  el  despojo  las  prácticas  habituales.  Impuestos,  cargas,  retribuciones  forzadas,  exacciones  virulentas  y  pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas  de  su  triste  condición,  mutilaciones  evidentes  y  distintivos  oprobiosos.
     Una  "justicia"  claramente  discriminatoria, distinguía entre pudientes y esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las crónicas hispanas, sino  de  las  protestas  del  mismo  Carlos  Marx  en sus  estudios  sobre "Formaciones  Económicas  Pre capitalistas  y  Acumulación Originaria  del  Capital". Y  de  comentaristas  insospechados  de  hispanofilia  como  Eric  Hobsbawn,  Roberto  Oliveros  Maqueo  o Pierre Chaunu.
     La verdad es también, que los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles (mayas, incas y aztecas) lo  eran  a  expensas  de  otros  dueños  a  quienes  habían  invadido  y  desplazado.  Y  que  fue  ésta  la  razón  por  la  que  una  parte
considerable  de  tribus  aborígenes  (carios,  tlaxaltecas,  cempoaltecas,  zapotecas,  otomíes,  cañarís,  huancas,  etcétera)  se aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el consecuente resarcimiento. Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos.
     Es España la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con auto exigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España (con ese maestro admirable del Derecho de Gentes que se llamó Francisco de Vitoria) la que funda la posesión territorial en las más altos razones de bien común y de concordia social, la que insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo  de  precios,  la  que  atiende  sobre  abusos  y  querellas,  la  que  no  dudó  en  sancionar  duramente  a  sus  mismos funcionarios  descarriados,  y  la  que  distinguió  entre  posesión  como  hecho  y  propiedad  como  derecho,  porque  sabía  que  era
cosa muy distinta fundar una ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero particular.
     Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las heredades de los indios". Porque pese a tantas  fábulas  indoctas,  la  encomienda  fue  la  gran  institución  para  la  custodia  de  la  propiedad  y  de  los  derechos  de  los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna "internacional
reaccionaria",  sino  la  Fundación  Judía  Guggenheim,  con  sede  en  Nueva  York.  Y  bien  queda  probado  en  infinidad  de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las leyendas negras.
     Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que distinguía ingresos y condiciones, y  que  no  llegaban  al  Rey  (que  renunciaba  a  ellos)  sino  a  los  Conquistadores.  A  quienes  no  les  significó  ningún enriquecimiento  descontrolado  y  si  en  cambio,  bastantes  dolores  de  cabeza,  como  surgen  de  los  testimonios  de  Antonio  de Mendoza o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de audiencias.
     Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y  tan  grande  la  incertidumbre  económica  para  los  encomenderos,  que  América  no  fue  una  colonia  de  repoblación  para  que todos  vinieran  a  enriquecerse  fácilmente.  Pues  una  empresa  difícil  y  esforzada,  con  luces  y  sombras,  con  probos  y  pícaros, pero  con  un  testimonio  que  hasta  hoy  no  han  podido  tumbar  las  monsergas  indigenistas:  el  de  la  gratitud  de  los  naturales. Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrádejar de reconocer objetivamente.
     No es España la que despoja a los indios de sus tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les restituye  sus  heredades  asaltadas  por  los  poderosos  y  sanguinarios  estados  tribales,  la  que  los  guarda  bajo  una  justicia humana  y  divina,  la  que  Ios  pone  en  paridad  de  condiciones  con  sus  propios  hijos,  e  incluso  en  mejores  condiciones  que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido reconocido por historiógrafos no hispanistas.
     Es  España,  en  definitiva,  la  que  rehabilita  la  potestad  India  a  sus  dominios,  y  si  se  estudia  el  cómo  y  el  cuándo  esta potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se encontrará a los Reyes  Católicos,  ni  a  Carlos  V,  ni  a  Felipe  II.  Ni  a  los  conquistadores,  ni  a  los  encomenderos,  ni  a  los  adelantados,  ni  a  los frailes. Sino a los enmandilados borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio Hispánico.

La sed de Oro

     Se  dice,  en  segundo  lugar,  que  la  llegada  y  la  presencia  hispánica  no  tuvo  otro  fin  superior  al  fin  económico; concretamente, al propósito de quedarse con Ios metales preciosos americanos. Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía.
     Porque sí nosotros plantamos la existencia de móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha  de  clases  y  de  intereses  es  su  motor  interno;  si  los  hombres  no  son  más  que  elaboraciones  químicas  transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones.
     Únicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente (y reprueba) semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub specie aeternitatis. Carece de  sentido  en  el  historicismosub  lumine  oppresiones.
     Es  reproche  y  protesta  si  sabemos  al  hombre  "portador  de  valores eternos",  como  decía  José  Antonio,  u  homo  viator,  como  decían  los  Padres.  Es  fría  e  irreprochable  lógica  si  no  cesamos  de concebirlo como homo aeconomicus.
     Pero aclaremos un poco mejor las cosas. Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos económicos de la conquista española. No sólo porque existieron sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente, cuando  apartadas  del  sentido  cristiano,  las  personas  y  las  naciones  anteponen  las  razones  financieras  a  cualquier  otra,  las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales.
     Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban  y  se  amonestaban  las  prácticas  agiotistas  y  usureras,  el  préstamo  a  interés,  la  "cría  del  dinero",  las  ganancias mal habidas. Por eso, se instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y financieras como sospechosas de anti catolicismo.
     No  somos  nosotros  quienes  lo  notamos.  Son  los  historiógrafos  materialistas  quienes  han  lanzado  esta  formidable  y certera  "acusación";  ni  España  ni  los  países  católicos  fueron  capaces  de  fomentar  el  capitalismo  por  sus  prejuicios anti protestantes  y  anti rabínicos.  La  ética  calvinista  y  judaica,  en  cambio,  habría  conducido  como  en  tantas  partes,  a  la prosperidad  y  al  desarrollo,  si  Austrias  y  Ausburgos  hubiesen  dejado  de  lado  sus  hábitos  medievales  y  ultramontanos.  De  lo que viene a resultar una nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la plata. Pero  sería  después  más  mala  por  causa  de  su  catolicismo  que  la  inhabilitó  para  volverse  próspera  y  la  condujo  a  una decadencia irremisible.
     Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "Tesoro Americano y  el  florecimiento  del  Capitalismo".  Y  después  de  él,  corroborándolo  o  rectificándolo  parcialmente,  autores  como  Vilar, Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que en pago  a  mercancías,  productos  y  materiales que  llegaban  de  la  Península)  no  sirvieron  para  enriquecer  a  España,  sino  para integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña.
     Los  fabricantes  de  leyendas  negras,  que  vuelven  y  revuelven  constantemente  sobre  la  sed  de  oro  como  fin determinante de la Conquista, deberían explicar, también, por qué España llega, permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda  mitad  del  siglo  XVI  se  descubren  las  minas  más  ricas,  como  las  de  Potosí,  Zacatecas  o  Guanajuato.  Por  qué  la condición  de  los  indígenas  americanos  era  notablemente  superior  a  la  del  proletariado  europeo  esclavizado  por  el capitalismo, como lo han reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española. Por qué, en síntesis (y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica, si sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu.
     El  efecto  contiene  y  muestra  la  causa:  éste  es  el  argumento  decisivo.  Por  eso,  no  escribimos  estas  líneas  desde  una Cartago sudamericana amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces egregias de sus héroes fundadores.

El genocidio indígena

     Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista (caracterizada por el saqueo y el robo) produjo un  genocidio  aborigen,  condenable  en  nombre  de  las  sempiternas  leyes  de  la  humanidad  que  rigen  los  destinos  de  las naciones civilizadas.
     Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios dominantes  sobre  los  dominados,  antes  de  la  llegada  de  los  españoles;  ni  a  la  hora  de  evaluar  las  purgas  stalinistas  o  las iniciativas  malthussianas  de  las  potencias  liberales.  De  ambos  casos,  el  primero  es  realmente  curioso.  Porque  es  tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000  jóvenes  inaugurando  el  gran  templo  azteca  del  que  da  cuenta  el  códice  indio  Telleriano-Remensis.  250.000  víctimas anuales  es  el  número  que  trae  para  el  siglo  XV  Jan  Gehorsam  en  su  artículo  "Hambre  divina  de  los  aztecas".  Veinte  mil,  en sólo  dos  años  de  construcción  de  la  gran  pirámide  de  Huitzilopochtli,  apunta  Von  Hagen,  incontables  los  tragados  por  las llamadas  guerras  floridas  y  el  canibalismo,  según  cuenta  Halcro  Ferguson,  y  hasta  el  mismísimo  Jacques  Soustelle  reconoce que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el holocausto hubiese sido inevitable.
     Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de  espíritus  trascendentes  que  cumplían  así  con  sus  liturgias  y  ritos  arcaicos.  Son  sacrificios  de  "una  belleza  bárbara"  nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico".
     La  verdad  es  que  España  no  planeó  ni  ejecutó  ningún  plan  genocida;  el  derrumbe  de  la  población  indígena  (y  que nadie  niega)  no  está  ligado  a  los  enfrentamientos  bélicos  con  los  conquistadores,  sino  a  una  variedad  de  causas,  entre  las que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la acusación homicida como causal de despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luís Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas.
     La verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral", la verdad (¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!) es que se manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia.
     La verdad incluso (para decirlo todo) es que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de  despoblación,  son  antídotos  que  se  aplican  para  evitarla.  Porque  aquí  no  estamos  negando  que  la  demografía  indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando,  sí,  y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida.
     Es más si se compara con la América anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos colonizados ; ¿dónde  están  los  indios  de  Nueva  Inglaterra?,  sino  los  habitantes  de  los  territorios  comprados  a  España  o usurpados a Méjico.
     Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de dos mundos, aunque no con simetría axiológica. Encuentro en el que, al margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que  no  conocía  sobre  la  dignidad  de  la  criatura  hecha  a  imagen  y  semejanza  del  Creador.  Esas  nociones,  patrimonio  de  la Cristiandad  difundidas  por  sabios  eminentes,  no  fueron  letra  muerta  ni  objeto  de  violación  constante. Fueron  el  verdadero programa  de  vida,  el  genuino  plan  salvífico  por  el  que  la  Hispanidad  luchó  en  tres  siglos  largos  de  descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.
     Y si la espada, como quería Péguy, tuvo que ser muchas veces la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacia otra cosa más que ratificar lo
que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención ninguna.
     La  Hispanidad  de  Isabel  y  de  Fernando,  la  del  yugo  y  las  flechas  prefiguradas  desde  entonces  para  ser  emblema  de Cruzada,  no  llegó  a  estas  tierras  con  el  morbo  del  crimen  y  el  sadismo  del  atropello.  No  se  llegó  para  hacer  víctimas,  sino para  ofrecernos,  en  medio  de  las  peores  idolatrías,  a  la  Víctima  Inmolada,  que  desde  el  trono  de  la  Cruz  reina  sobre  los pueblos de este lado y del otro del océano temible.