Dos buenos muchachos
por Hernán Andrés Kruse •
15/11/2016 • 0 Comentarios
Hernan KruseEn su edición del
domingo 13 de noviembre, Página 12 publicó un artículo de Martín Granovsky
titulado “Il capo di tutti capi”, en el que brinda una detallada información
sobre los vínculos entre Donald Trump y el clan Macri. Franco Macri, el señor
padre del presidente de la nación, retornaba a su hotel en Nueva York cuando de
golpe una limusina frenó a su lado. Dos hombres corpulentos se le acercaron y
lo “invitaron” a subirse. En ese entonces don Franco había acordado la compra
de una propiedad y la construcción de un edificio de 124 pisos en pleno
Manhattan. Cuenta la leyenda urbana que dentro de la limusina estaba el
mismísimo Trump. Según la información recabada por Página 12, el presidente
electo de Estados Unidos no se encontraba en su interior. Según esas fuentes el
anfitrión de Macri fue un neoyorquino de origen italiano con sólidos vínculos
con las familias importantes de la ciudad. Cualquier similitud con la gran
película de Scorsese es pura coincidencia.
Al bajar de la limusina Franco Macri
fue consciente de que no sería bróker inmobiliario de Manhattan y que su
retorno a Buenos Aires debía producirse de inmediato. Sin embargo, el anfitrión
de la limusina no dejó a don Franco con las manos vacías. En efecto, le
prometió que el clan Macri sería contratado para llenar de azulejos las nuevas
torres que se edificarían en Manhattan. Se trató, obviamente, de un premio
consuelo pero era preferible ese premio y no quedarse sin nada. En ese momento
Macri estaba convencido que tenía en su contra a la poderosa comunidad judía de
Nueva York. Tan seguro estaba que solicitó a varios de sus amigos argentinos
con aceitados contactos con esa comunidad que le aseguraran que él no era un
antisemita. El problema fue que quienes lo dejaron al margen de los grandes
negocios fueron los propios italianos que, a diferencia de Macri, no emigraron
hacia Argentina sino hacia Estados Unidos. En 2005 el por entonces presidente
de Boca Mauricio Macri contó a Torneos y Competencias pormenores de la
negociación. En la entrevista reconoció que debió jugar con alguien muy
importante para cerrar una negociación. Cuando los periodistas le preguntaron
de quién estaba hablando, Macri respondió: de un tal Donald Trump. Con el
tiempo, narró, se hicieron “amigos” y en cada oportunidad que viajaba a Nueva
York lo visitaba. Reconoció que para conseguir negocios dejaba que Trump le
ganara al golf para luego definirlo como un jefe de todos los jefes, es decir,
el capo máximo de la mafia. Pese a que Trump lejos estaba de serlo, Macri creía
que lo era. Con el correr de los años comenzó a subestimarlo hasta llegar a
tildarlo de “chiflado” meses antes de las elecciones presidenciales
norteamericanas. Pues bien, ese “chiflado” es hoy el presidente electo de la
gran potencia planetaria.
Wayne Barret es un periodista de
Estados Unidos que conoce al dedillo la relación entre Trump y Macri. Fruto de
su investigación es el libro de su autoría “Trump: el mayor show sobre la
tierra. Los negocios, la caída, la reinvención”. En aquel entonces Conrad Stephenson, un
personaje clave en esta historia de mafiosos, tenía a su cargo el área
inmobiliaria neoyorquina del Chase Manhattan Bank. En 1982 este señor, que en
ese momento contaba con 53 años de edad, manejaba una fortuna de unos 2700
millones de dólares. Para el Chase los Trump no eran ningunos desconocidos. En
efecto, el señor padre de Donald Trump, Fred, había sido su cliente por espacio
de 20 años. Incluso el megabanco había financiado algunos proyectos suyos en
Brooklyn y Queens. En 1980 Stephenson le abrió al futuro presidente una línea
de crédito por 35 millones de dólares sin necesidad de ningún tipo de garantía.
Lo que Stephenson tenía en mente era lograr que la élite de Nueva York adoptara
el banco como su instrumento crediticio. Con ese dinero Donald Trump se abocó a
dos grandes proyectos: el Hyatt y el Trump Plaza de Atlantic City. Mientras
tanto el clan Macri tenía en mente un emprendimiento de envergadura en Lincoln
West (oeste de Manhattan) por un valor de 500 millones de dólares. Según Barret
el señor padre del presidente argentino pensaba utilizar este proyecto para
lanzar al grupo al estrellato internacional. Durante un lustro alquiló un
departamento en la Quinta Avenida o tomaba una habitación de 800 dólares la
noche en el Helmsley Palace. Estaba, pues, obsesionado con formar parte de la
élite del capitalismo financiero transnacional. Barret incluso da a entender
que don Franco estaba un tanto celoso de Donald Trump por la forma en que
lograba cautivar a sus interlocutores de turno. Trump y Macri llegaron a un
principio de acuerdo en 1983. En ese entonces Reagan era el presidente de
Estados Unidos y Bignone era el gobernante de facto en la Argentina. El proyecto
del clan Macri, Lincoln Center, pasaría a denominarse Trump City. El megabanco
aceptó financiarlo pero imponiendo como condición que tanto Trump como Macri
aceptaran contratar como bróker inmobiliario a Jospeh Comras y a la compañía de
seguros Travelleres Insurance. El contrato finalmente fue firmado a fines de
1983. Tanto Franco como Mauricio Macri firmaron el contrato sin leerlo. El hoy
presidente de la nación le confirmó a Gabriela Cerruti su participación junto a
su progenitor en los negocios del grupo Sociedades Macri, Socma.
Barret narra que Franco Macri
firmó sin leer con el propósito de enredar a Trump en sus redes. Grande fue su
sorpresa cuando se percató de que en el texto final las condiciones admitidas
habían cambiado, pero para peor. Habían dejado de ser las condiciones admitidas
en julio. Otro problema fue que tanto Trump como Macri le ocultaron a
Stephenson su decisión de firmar el acuerdo. Por si ello no hubiera resultado
suficiente el banquero, herido en su amor propio, montó en cólera. A partir de
ese momento el megabanco realizó varias maniobras para que Trump abandonara a
Macri. Fue entonces cuando Franco Macri se valió de una persona que gozaba de
la máxima confianza de David Rockefeller (presidente del Chase hasta 1981):
José Alfredo Martínez de Hoz. “Joe” viajó a Nueva York para verse con
Rockefeller. Lamentablemente para los intereses del clan Macri el proyecto no
pudo se reflotado por el poderoso banquero norteamericano. Como si hubiera sido
una travesura del destino el municipio de Nueva York decidió inmediatamente
después agregar condiciones para permitir la construcción en Lincoln West. Como
siempre sucede en estos casos Franco Macri comenzó a sospechar de quienes
estaban a su lado, especialmente Abe Hirschfeld y Jim Capitalino (presidente de
Lincoln West Associates). Capitalino fue asesor parlamentario de Ed Koch, quien
fue alcalde de Nueva York entre 1978 y 1989, justo cuando Macri, Trump, el
Chase y la ciudad de Nueva York se disparaban con armas de fuego. En ese
entonces surgió una figura que más adelante daría mucho que hablar: Rudolph
Giuliani, el emblema de la tolerancia cero. Su popularidad creció
geométricamente el 11 de septiembre de 2001 cuando se puso en la primera línea
de combate para organizar los rescates. Una clara demostración de demagogia de
alguien que estaba obsesionado con llegar a la Casa Blanca. En las elecciones
presidenciales pasadas jugó a favor de Trump quien, confirmada la victoria, lo
hizo subir al escenario para que compartiera con él la victoria.
Granovsky culmina su increíble
relato de la siguiente manera: “En 1984, mientras Koch se consagraba y Giuliani
trepaba en su carrera dentro del poder, Macri y Trump terminaron sin concretar
nada. Luego Trump contrató a Ralph Galasso y así Franco agregó un sospechoso a
la lista. Otro de los consultores de Macri, Stanley Friedman, estaba, según
Garrett, directamente a las órdenes de Stephenson. Capalino aumentó su
influencia y en 1985 fue jefe de la última campaña electoral de Koch mientras
en secreto asesoraba a Trump, que así reforzaba su cercanía con la
administración municipal. Trump también contrató a otro abogado, Allen
Schwartz, que era amigo de Koch desde 1965 y terminaría representándolo para
contratos particulares. Se aceptan apuestas sobre quién invitó a Macri a dar un
paseo en limusina”. ¿Donald Trump? Es probable que su nombre cotice muy alto.
En su edición del sábado 12 de
noviembre La Nación publicó un interesante artículo de Eduardo Fidanza titulado
“El triunfo del hombre hueco”, en el que analiza las razones que llevaron a un
importante sector de la población de Estados Unidos a votar a alguien como
Donald Trump. La bronca, finalmente, impuso sus condiciones y le abrió las
puertas de la Casa Blanca a un magnate soberbio, racista, sexista y misógino.
Las clases media y trabajadora, hartas de las desigualdades que propicia el
capitalismo, se rebelaron y encontraron en Donald Trump a su mejor
representante. El magnate supo interpretar el sentimiento de desolación y
frustración de amplios sectores de la población estadounidense, provocado por
un sistema económico que no los tiene en consideración. El esfuerzo de Obama
por crear la mayor cantidad posible de puestos de trabajo se vio opacado por su
incapacidad para evitar la paulatina desvalorización del salario de las
familias medias a partir del inicio de este siglo. Pese al incremento del PIB,
no hubo tal cosa como “efecto derrame”. La incertidumbre y el miedo no hicieron
más que favorecer las chances electorales de un outsider de la política, carente
de sólidos antecedentes éticos y profesionales que legitimen sus deseos de ser
presidente de Estados Unidos. El resonante triunfo de Trump es, además, “el
síntoma de una mutación más profunda, que anuncia una nueva época de la
historia mundial”.
Fidanza distingue tres factores
que ayudan a comprender la naturaleza de este cambio planetario: a) la
desnaturalización del sistema democrático; b) la globalización económica; c) el
efecto de la revolución tecnológica sobre el empleo. Hace tiempo que el sistema democrático está
dejando de ser tal para pasar a constituir una plutocracia, un gobierno
constituido por élites que acaparan en sus manos todo el poder y que con sus
caprichos deciden sobre la vida de los ciudadanos devenidos en súbditos. Emerge
una densa red de complicidades entre las diversas aristocracias cuyos miembros
definen entre bambalinas las políticas públicas, con lo cual terminan por
debilitar los controles republicanos mientras facilitan la corrupción. Fidanza
rememora el clásico estudio sobre el tema de Wright Mills a mediados del siglo
XX y más cerca el estudio de Sheldon Wolin “Democracia S.A.”, ambos
coincidentes en retratar crudamente a las élites norteamericanas. La
globalización surgida luego del derrumbe del Muro de Berlín en 1989 arroja más
pérdidas que ganancias luego de un cuarto de siglo de existencia. La realidad
muestra que la globalización no hace más que impulsar la inequidad entre los
trabajadores de todas las naciones, particularmente en las más ricas como
Estados Unidos y Gran Bretaña. Según Branko Milanovic la especialización en
exportaciones sofisticadas ahonda la grieta salarial entre los trabajadores
calificados y los que no lo son, mientras que las importaciones que carecen de
valor agregado conducen a un incremento del desempleo de los asalariados menos
educados. Procesos como los recién señalados permitan explicar, en cierta
manera, la decisión de un buen número de norteamericanos de votar por Trump.
Para millones de personas la globalización ha empeorado su calidad de vida
impidiéndoles cualquier intento por integrarse al “nuevo mundo”. Finalmente,
cabe mencionar la revolución
tecnológica. Un reciente informe del World Economic Forum estimó que el avance
en la genética, la digitalización, la inteligencia artificial y la impresión en
3D, provocará la pérdida de cinco millones de puestos de trabajo. Y no dentro
de medio siglo sino muy pronto. Este fenómeno llevó a Andy Haldane, economista
principal del Banco de Inglaterra, a decir a modo de advertencia que “habrá
grandes perturbaciones no solamente en los modelos empresariales, sino también
en el mercado laboral durante los próximos cinco años”. Las capas medias y
bajas de la población, carentes del nivel educativo suficiente para adecuarse
al nuevo sistema, han visto en Trump a su heroico defensor. Pero estos factores
no son los únicos que explican una victoria del calibre de la obtenida por el
magnate. En efecto, su triunfo implica, a su vez, la derrota de una concepción
ética de la política asociada con la democracia liberal y el capitalismo
productivo. Para los “liberals” americanos que alguien como Trump haya llegado
a la Casa Blanca por el voto popular es lisa y llanamente una tragedia. No fue
casual que el diario The New Worker haya tildado a Trump de “hombre hueco”,
codicioso, fanático y mentiroso. Es cierto que el aparato estatal
norteamericano es lo suficientemente sofisticado para impedir que los “excesos”
de Trump provoquen estragos. Mientras tanto, sería aconsejable que los
autotitulados “progresistas” se pregunten en qué se equivocaron para que casi
60 millones de norteamericanos hayan elegido a Trump el pasado 8 de noviembre.
Quizá la injusticia propia de la globalización tenga bastante que ver con el
arribo a la Casa Blanca de un outsider que puede sentar las bases de una nueva
era en las relaciones internacionales.
Hernán Andrés Kruse