La campaña
contra Roca y el indigenismo son los antecedentes de la división argentina
El
prestigioso historiador cordobés Roberto Ferrero, que integra la Academia de
Historia de la vecina provincia, considera que la expulsión del General Roca es
un grave error histórico, al referirse a la reciente iniciativa de expulsar de
nuestra nomenclatura urbana (calles, plazas, establecimientos y lugares
públicos) el nombre del ilustre militar, improntado en el boulevard epónimo en
la ciudad de Buenos Aires.
Historiador
de izquierda defiende al General Roca
“Creo -opina
Ferrero- que se trata de una gran equivocación, surgida quizá de un espíritu
generoso y humanitario hacia nuestros maltratados pueblos aborígenes, pero que
no encuentra asidero alguno en sus principales sustentos argumentativos. Estos
argumentos, motorizados por el escritor argentino-germano Osvaldo Bayer
-partidario expreso de separar la Patagonia del resto de nuestro país para
constituir en ella una nación independiente- son esencialmente dos, tan
a-históricos y descontextualizados uno como el otro.
El más
agresivo de ambos -agrega el intelectual neorevisionista de izquierda- es el
que quiere hacer del general Roca un “genocida”. Ahora bien: ésta es una
ligereza semántica y política, porque ¿qué es un genocidio? El exterminio
deliberado de una etnia o de un grupo social por el solo hecho de serlo, y
generalmente o casi siempre, ejercido sobre gentes imposibilitadas de
autodefensa alguna. Los turcos asesinaron a un millón y medio de armenios, pero
éstos no victimaron uno solo de sus perseguidores. Eso era un genocidio. Los
nazis exterminaron seis millones de judíos, sin que éstos persiguieran o
mataran un solo alemán. Eso también era un genocidio. Pero el caso de Roca y la
Conquista del Desierto es totalmente distinto.
No fue un
genocidio -explica Ferrero-, sino la culminación de una larguísima guerra, en
la cual los indígenas tuvieron, entre 1820 y 1882 -según el prolijo inventario
del historiador indigenista Martínez Zarazola- 7.598 bajas, pero a su vez
causaron la muerte de 3.200 criollos (fortineros, pequeños propietarios, viajeros,
hacendados, mujeres, autoridades, niños…) En la llamada “Invasión Grande” de
Calfucurá a la provincia de Buenos Aires a fines de 1875, sólo en Azul el malón
asesinó a 400 vecinos, cautivó a 500 y se apoderó de 300.000 animales que, como
siempre, fueron vendidos en Chile con jugosas ganancias. (A propósito: el
cacique Casimiro Catriel habitaba en Azul, usaba carruaje y tenía cuenta
abierta en el Banco de la ciudad). ¿Era entonces el de Azul un genocidio
criollo causado por los indios? De ninguna manera: fue una etapa de esta
prolongada y cruel guerra.
mapuches
Para el
historiador cordobés, los que guerreaban contra Roca no eran unos desgraciados
indios como los que ahora penan injustamente a orillas del Pilcomayo o en los
suburbios de Rosario al que han emigrado, compatriotas a los que se los debe
ayudar e integrar en su diversidad. Eran soldados de un cuasi-estado indígena,
que rivalizaba y desafiaba al Estado nacional y que practicaba la esclavitud
sobre blancos cautivados e indios comprados en Chile.
Comentando
la visita que en 1872 hizo el oficial Mariano Bejarano, enviado por el gobierno
nacional, al cacique Sayhueque, caudillo del “País de las Manzanas” (hoy
Neuquén), dice el escritor indigenista Curruhuinca-Roux: “La visita de Bejarano
fue una visita oficial, de un enviado de un gobierno al jefe de otro gobierno”.
Los malones no eran tácticas defensivas contra los blancos “invasores”, sino
verdaderas expediciones para capturar botín, al estilo de vikingos terrestres,
mitad piratas y mitad comerciantes, botines que eran negociados en Chile, cuyas
autoridades fogoneaban estos malones para debilitar al gobierno argentino y
quedarse con la Patagonia.
roca
Para
Ferrero, no debemos tener una concepción maniquea e ingenua de la historia. La
historia real es más complicada que la visión tipo “Billiken” de malvados y
víctimas, héroes y villanos. Y mucho más se puede decir sobre este primer
argumento históricamente equivocado, pero con lo dicho basta. El segundo
argumento dice que los pueblos aborígenes originarios fueron despojados de las
tierras que les pertenecían en la llanura pampeana y en las vastas extensiones
patagónicas. Nada menos cierto. En cuanto al carácter de originarias de las
tribus indígenas que poblaban por aquellos años nuestras pampas -casi todas
variantes o ramas del pueblo araucano- sólo un desconocimiento total de la
historia de nuestro país y de la de Chile puede explicar tamaño error.
Efectivamente:
esas tribus trasandinas no tenían nada de “originarias”, ya que empezaron a
migrar desde más allá de los Andes a nuestra Patria recién desde principios del
siglo XVIII. Más originarios eran los nativos de este suelo, en comparación,
porque los esforzados pobladores de la frontera y los soldados, oficiales y
jefes criollos de la Conquista del Desierto -con excepción de Fotheringham que
era inglés y de Nicolas Levalle que era italiano y algún otro- no tenían menos
títulos a estas tierras que los ranqueles, pampas o manzaneros. Sus ancestros
se remontaban a la misma o a una más antigua época. En cuanto al carácter de
“dueños de la tierra” que alegaban las tribus indígenas y sus generosos
defensores actuales, debe reconocérselo pero con la siguiente limitación: ellas
no eran las dueñas exclusivas de la pampa: la pampa ubérrima, inmensa, era de
todos los argentinos, criollos o indios, nativos o hijos de inmigrantes, de los
que ocupaban y de los que esperaban en los puertos para poblarla.
conquista
del desierto
Calfucurá,
Namuncurá, Catriel, Baigorrita, Pincén, Mariano Rosas y demás caudillos indios
no podían guardar para sí solos lo que era patrimonio común. Como el perro del
hortelano que, según el popular dicho español, “no come ni deja comer”, así
aquellos temibles pobladores de la llanura argentina no la hacían producir ni
dejaban que otros lo hicieran. Esa negativa, puesta como una muralla al
crecimiento impetuoso de las fuerzas productivas, no podía durar y no duró. La
necesidad histórica que, como dice Hegel desgraciadamente “siempre avanza por
su lado malo”, y que llevaba en su seno el progreso agropecuario de la nación,
la había condenado. Por lo demás, la defensa de Roca en relación a la Conquista
del Desierto no puede hacer olvidar los otros grandes aportes que él y la
“Generación del 80” hicieron a la construcción de esta argentina moderna, hoy
tan descalabrada: la nacionalización de Buenos Aires y su puerto único, la
instauración de las instituciones seculares, la enseñanza laica, la inmigración
de masas y la colonización agraria. Estas realizaciones lo hacen al general
Roca más que acreedor al agradecimiento nacional y, por ende, a la nominación
de una calle, que es una de las formas en que los pueblos suelen recordar a sus
benefactores.
Que esa
generación haya derivado rápidamente en oligarquía y que los especuladores y
grandes comerciantes y terratenientes hayan monopolizado luego las extensiones
recuperadas para el trabajo y la producción, es una sub-etapa diferente del
desarrollo argentino, que no puede opacar la gestión de quienes como Roca y sus
amigos se esforzaron por darnos definitivamente un país unificado. Si los
enemigos de los genocidios buscan un culpable, más vale que estudien las
biografías de Mitre y de Sarmiento, que predicaron y llevaron adelante una
verdadera hecatombe social contra la estirpe criolla originaria.
Y se
pregunta el investigador: ¿Porqué nadie se refiere a este genocidio, que
realmente lo fue? ¿O acaso no aconsejó el “civilizador” Sarmiento a Mitre que
“no trepidara en derramar sangre de gauchos, que es lo único que tienen de
humano”? No propongo que se cambie la denominación de la calle Sarmiento por la
de Coliqueo, pero si creo que, sin quitar al general Roca del Boulevard que
honra su nombre, podría rendirse el homenaje que desean los indigenistas en
otra calle de la ciudad. Al final de cuentas, tanto unos como otros, nos guste
o no, son parte de la historia nacional, si es que la queremos entender en su
unidad integral y no como un combate entre buenos y malos, que se derriban unos
a otros de sus pedestales como en los torneos de la Edad Media, edad oscura por
cierto. Esta no es una hora de denigración, sino de integración, no de
balcanización, sino de unidad latinoamericana. Todo lo que vaya contra esta
perspectiva no puede sino hacer el juego al enemigo extranjero que nos asecha y
se propone aprovecharse de nuestros enfrentamientos y nuestros artificiales
enconos.