Vicente Huidobro. Balance
Patriótico.
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Un país
que apenas a los cien años de vida está viejo y carcomido, lleno de tumores y
de supuraciones de cáncer como un pueblo que hubiera vivido dos mil años y se
hubiera desangrado en heroísmos y conquistas.
Todos los
inconvenientes de un pasado glorioso pero sin la gloria. No hay derecho para
llegar a la decadencia sin haber tenido apogeo.
Un país
que se muere de senectud y todavía en pañales es algo absurdo, es un contrasentido,
algo así como un niño atacado de arteriosclerosis a los once años.
El
sesenta por ciento de la raza, sifilítica. El noventa por ciento,
heredo-alcohólicos (son datos estadísticos precisos); el resto insulsos y
miserables a fuerza de vivir entre la estupidez y las miserias. Sin entusiasmo,
sin fe, sin esperanzas. Un pueblo de envidiosos, sordos y pálidos
calumniadores, un pueblo que resume todo su anhelo de superación en cortar las
alas a los que quieren elevarse y pasar una plancha de lavandera sobre el
espíritu de todo aquel que desnivela el medio estrecho y embrutecido.
En Chile
cuando un hombre carga algo en los sesos y quiere salvarse de la muerte, tiene
que huir a países más propicios llevando su obra en los brazos como la Virgen
llevaba a Jesús huyendo hacia Egipto. El odio a la superioridad se ha sublimado
aquí hasta el paroxismo. Cada ciudadano es un Herodes que quisiera matar en
ciernes la luz que se levante. Frente a tres o cuatro hombres de talento que
posee la República, hay tres millones setecientos mil Herodes.
Y luego
la desconfianza, esa desconfianza del idiota y del ignorante que no sabe
distinguir si le hablan en serio o si le toman el pelo. La desconfianza que es
una defensa orgánica, la defensa inconsciente del cretino que no quiere pasar
por tal cree que sonriendo podrá enmascarar su cretinismo, como si la mirada
del hombre sagaz no atravesara su sonrisa mejor que un reflector.
El huaso
macuco disfrazado de médico que al descubrirse teoría microbiana exclama: a mí
no me meten el dedo en la boca; el huaso macuco disfrazado de filósofo que al
oír los problemas del transformismo dice: a otro perro con ese hueso; el pobre
huaso macuco disfrazado de artista o de político que cree que diciendo: no
comprendo, mata a alguien en vez de hacer el mayor elogio.
Por eso
Chile no ha tenido grandes hombres, ni podrá tenerlos en muchos siglos. ¿Qué
sabios ha tenido Chile? ¿Que teoría científica se debe a un chileno? ¿Qué
teoría filosófica ha nacido en Chile? ¿Qué principio químico ha sido descubierto
en Chile? ¿Qué político chileno ha tenido trascendencia universal? ¿Qué
producto de fabricación chilena o qué producto del alma chileno se ha impuesto
en el mundo?
No
recuerdo nunca en una universidad de Europa, ni en Francia, ni Alemania, ni en
ningún otro país haber oído el nombre de un chileno, ni haberlo leído en ningún
texto.
Esto
somos y no otra cosa. Es preciso que se diga de una vez por todas la verdad, es
preciso que ni vivamos sobre mentiras, ni falsas ilusiones. Es un deber, porque
sólo sintiendo palpitar la herida podremos corregimos y salvarnos aún a tiempo
y mañana podremos tener hombres y no hombrinos.
Decir la
verdad significa amar a su pueblo y creer que aún puede levantársele y yo adoro
a Chile, amo a mi patria desesperadamente, como se ama a una madre que agoniza.
Recorred
nuestros paseos, mirad las estatuas de nuestros hombres de pensamiento: ¡qué
cisos de valores efectivos! A la excepción de 4 ó 5, ninguno de ellos habría
sabido responder en un examen universitario de hombres serios ¡qué sabios de
aldea, qué cerebros más primarios! ¿En dónde fuera de aquí iban a tener
estatuas esos pobrecitos?
Es
necesario levantar estatuas en los paseos y como no hay a quién elevárselas, el
pueblo busca el primero que pilla, y cuando es el pueblo el que levanta
monumentos, ellos surgen debidos a las influencias de familias, son los hijos
que levantan monumento al papá en agradecimiento por haberlos echado al mundo.
¡Es conmovedor!
¿Y el
mérito, en dónde está el mérito? El pueblo pasa soñoliento y lánguido,
arrastrando su cuerpo como un saco de pestes, su cuerpo gastado por la mala
alimentación y carcomido de miserias y entre tanto la sombra de Francisco
Bilbao llora de vergüenza en un rincón. ¿Qué hombre ha sabido sintetizar el
alma nacional?
¡Pobre país;
hermosa rapiña para los fuertes!
Y así
vienen, así se dejan caer sobre nosotros; las inmensas riquezas de nuestro
suelo son disputadas a pedazos por las casas extranjeras y ellos viendo la
indolencia y la imbecilidad troglodita de los pobladores del país, se sienten
amos y les tratan como a lacayos, cuando no como a bestias. Ellos fijan los
precios de nuestros productos, ellos fijan los precios de nuestra materia prima
al salir del país y luego nos fijan otra vez los precios de esa misma materia
prima al volver al país elaborada. Y como si esto fuera poco, ellos fijan el
valor cotidiano de nuestra moneda.
Vengan
los cuervos. Chile es un gran panizo. A la chuña, señores, corred todos, que
todavía quedan migajas sobre la mesa.
¡Es algo
que da náuseas!
Chile
aparece como un inmenso caballo muerto, tendido en las laderas de los Andes
bajo un gran revuelo de cuervos.
El poeta
inglés pudo decir: “Algo huele a podrido en Dinamarca”, pero nosotros, más
desgraciados que él, nos veremos obligados a decir: “Todo huele a podrido en
Chile”.
Un gran
banquero alemán decía en una ocasión a un ex Encargado de Negocios de Chile en
Austria: “Los políticos chilenos se cotizan como las papas”, y un magnate de
las finanzas francesas decía otra vez, y esto lo oí yo: “Desde que a los
políticos argentinos les dio por ponerse honrados, el gran panizo para los
negocios es Chile”.
Y esos
prohombres de la política chilena, esos señores que entregarían el país
maniatado por una sonrisa de Lord Curzon y unos billetes de Guggenheim, no se
dan cuenta que cada vez que esos hombres les dan la mano, les escupen el
rostro.
¡Qué
desprecio deben sentir los señores del cobre por sus abogados!
¡Qué asco
debe sentir en el fondo de su alma en el amo de nuestras fuerzas eléctricas por
los patrióticos tinterillos que defienden sus intereses en desmedro de los
intereses del país!
Y no es
culpa del extranjero que viene a negocios en nuestra tierra. Se compra lo que
se vende; en un país en donde se vende conciencias, se compra conciencias. La
vergüenza es para el país. El oprobio es para el vendido, no para el comprador.
Frente a
la antigua oligarquía chilena, que cometió muchos errores, pero que no se
vendía, se levanta hoy una nueva aristocracia de la banca, sin patriotismo, que
todo lo cotiza en pesos y para la cual la política vale tanto cuanto sonante
pueda sacarse de ella. Ni la una ni la otra de estas dos aristocracias ha
producido grandes hombres, pero la primera, la de los apellidos vinosos, no
llegó nunca a la impudicia de esta obra de los apellidos bancosos.
La
historia financiera de Chile se resume en la biografía de unos cuantos señores
que asaltaban el erario nacional, como Pancho Falcato asaltaba las casas de una
hacienda. Pero aquéllos más cobardes que éste, porque el célebre bandido por
los menos exponía su pellejo.
¡Pobre
Chile! Un país que ha tenido por toda industria el aceite de Santa Filomena y
los dulces de la Antonia Tapia.
(Chile
tiene hierro, Chile entero es un gran bloque de hierro y no posee altos hornos.
La Argentina no tiene hierro y tiene altos hornos).
¿Y la
justicia?
La
justicia de Chile haría reír, si no hiciera llorar. Una justicia que lleva en
un platillo de la balanza la verdad y en el otro platillo, un queso. La balanza
inclinada del lado del queso.
Nuestra
justicia es un absceso putrefacto que empesta el aire y hace la atmósfera
irrespirable. Dura o inflexible para los de abajo, blanda y sonriente con los
de arriba. Nuestra justicia está podrida y hay que barrerla en masa. Judas
sentado en el tribunal después de la crucificación, acariciando en su bolsillo
las treinta monedas de su infamia, mientras interroga a un ladrón de gallinas.
Una
justicia tuerta. El ojo que mira a los grandes de la tierra, sellado, lacrado
por un peso fuerte y sólo abierto el otro, el que se dirige a los pequeños, a
los débiles.
Buscáis a
los agitadores en el pueblo. No, mil veces no; el más grande agitador del
pueblo es la injusticia, eres tú mismo que andas buscando a los agitadores de
abajo y olvidas a los de arriba.
Las
instituciones, las leyes, acaso no sean malas, pero nunca hemos tenido hombres,
nunca hemos tenido un alma, nos ha faltado el Hombre.
El pueblo
lo siente, lo presiente y se descorazona, se desalienta, ya no tiene energías
ni para irritarse, se muere automáticamente como un carro cargado de muertos
que sigue rodando por el impulso adquirido.
Hace días
he visto al pueblo agrupado en torno a la estatua de O’Higgins. ¿Qué hacían esos
hombres al pie del monumento? ¿Qué esperaban? ¿Buscaban acaso protección a la
sombra del gran patriota?
Tal vez
creían ellos que el alma del Libertador flotaba en el aire y que de repente iba
a reencarnarse en el bronce de su estatua y saltando desde lo alto del pedestal
se lanzaría al galope por las calles y avenidas, dando golpes de mandoble hasta
romper su espada de tanto cortar cabezas de sinvergüenzas y miserables.
No valía
la pena haberos libertado para que arrastrarais de este modo mi vieja patria,
gritaría el Libertador.
Y luego,
como una trompeta, exclamara a los cuatro vientos: despiértate, raza podrida,
pueblo satisfecho en tu insignificancia, contento acaso de ser un mendigo
harapiento del sol, resignado como un Job que lame su lepra en un establo.
Los
países vecinos pasan en el tren del progreso hacia días de apogeo y de gloria.
El Brasil, la Argentina, el Uruguay ya se nos pierden de vista y nosotros nos
quedamos parados en la estación mirando avergonzados el convoy que se aleja.
Hasta el Perú hoy es ya igual a nosotros y en cinco años más, en manos del
dictador Leguía, nos dejará también atrás, como nos dejará Colombia, que se
está llenando de inmigrantes europeos.
¿Y esto
debido a qué? Debido a la inercia, a la poltronería, a la mediocridad de
nuestros políticos, al desorden de nuestra administración, a la chuña de
migajas y, sobre todo, a la falta de un alma que oriente y que dirija.
Un
Congreso que era la feria sin pudicia de la imbecilidad. Un Congreso para hacer
onces buenas y discursos malos.
Un
municipio del cual sólo podemos decir que a veces poco ha faltado para que un
municipal se llevara en la noche la puerta de la Municipalidad y la cambiase
por la puerta de su casa. Si no empeñaron el reloj de la Intendencia y la
estatua de San Martín, es porque en las agencias pasan poco por artefactos
desmesurados.
¿Hasta
cuándo, señores? ¿Hasta cuándo?
Es inútil
hablar, es inútil creer que podemos hacer algo grande mientras no se sacuda
todo el peso muerto de esos viejos políticos embarazados de palabras ñoñas y de
frases hechas.
Al día
siguiente del 23 de enero, cuando el país estaba sobre un volcán, ¿saben
ustedes en qué se entretenía una de las lumbreras de nuestra vieja
politiquería, a quienes preguntaban militares qué opinaban sobre la designación
de don Emilio Bello para ponerle al frente del Gobierno? En dar una conferencia
de dos horas para probar que el nombramiento de don Emilio Bello era razonable,
pues este caballero había sido Ministro de Relaciones cuando el General
Altamirano era Ministro del Interior; por lo tanto, pasando el Ministro del
Interior a la Jefatura del país, al Ministro de Relaciones le tocaba pasar al
Interior, automáticamente, según las leyes, a la Vicepresidencia de la
República, en caso de quedar vacante la Presidencia, y por lo tanto..., etc.
No se le
ocurrió por un momento hablar de la competencia ni de la energía, ni de los
méritos o defectos del señor Bello. El pobre estaba buscando argucias
justificativas cuando se trataba de obrar rápidamente, hipnotizado por las
palabras cuando había que saltar por encima de todo. Pobre atleta enredado en
la madeja de lanas de una abuela cegatona, en los momentos en que la casa esta
ardiendo.
He ahí el
símbolo de nuestros políticos. Siempre dando golpes a los lados, jamás apuntando
el martillazo en medio del clavo.
Cuando se
necesita una política realista y de acción, esos señores siguen nadando sobre
las olas de sus verbosidades.
Por eso
es que toda nuestra insignificancia se resuelve en una sola palabra: Falta de
alma.
¡Crisis
de hombres! ¡Crisis de hombres! ¡Crisis de Hombre!
Porque,
como dice Guerra Junqueiro, una nación no es una tienda, ni un presupuesto una
Biblia. De la mera comunión de vientres no resulta una patria, resulta una
piara. Socios no es lo mismo que ciudadanos. Al hablar de Italia decimos: la
Italia del Dante, la Italia de Garibaldi, no la Italia de Castagneto, y es que
el espirito cuenta y cuenta por sobre todas las cosas, pues sólo el espíritu
eleva el nivel de una nación y de sus compatriotas.
Se dice
la Francia de Voltaire, de Luis XIV, de Víctor Hugo, la Francia de Pasteur:
nadie dice la Francia de Citroën, ni de monsieur Cheron. Nadie dice la España
de Pinillos, sino la España de Cervantes. Y Napoleón solo vale más que toda la
historia de la Córcega; como Cristóbal Colón vale más que toda la historia de
Génova.
El mundo
ignorará siempre el nombre de los pequeños politiquillos y comerciantes que
vivieron en la época de los grandes hombres. Sólo aquellos que lograron
representar el alma nacional llegaron hasta nosotros; de Grecia guardamos en
nuestro corazón el nombre de Platón y de Pericles, pero no sabemos quiénes eran
sus proveedores de ropa y alimentos.
En Chile
necesitamos un alma, necesitamos un hombre en cuya garganta vengan a
condensarse los clamores de tres millones y medio de hombres, en cuyo brazo
vengan a condensarse las energías de todo un pueblo y cuyo corazón tome desde
Tacna hasta el Cabo de Hornos el ritmo de todos los corazones del país.
Y que
este hombre sepa defendernos del extranjero y de nosotros mismos.
Tenemos
fama de imperialistas y todo el mundo nos mete el dedo en la boca hasta la
campanilla. Nos quitan la Patagonia, la Puna de Atacama, firmamos el Tratado de
Ancón, el más idiota de los tratados, y nos llaman imperialistas.
Advirtiendo
de pasada que hubo un ministro de Chile en Argentina, el ministro Lastarria,
que tuvo arreglado el asunto de la Patagonia, dejando a la Argentina como
límite sur el río Negro, y este ministro fue retirado de su puesto por
antipatriota. Tal ha sido siempre la visión de nuestros gobernantes. Los
macucos tan maliciosos y tan diablos y sobre todo tan boquiabiertos.
Necesitamos
lo que nunca hemos tenido, un alma. Basta repasar nuestra historia. Necesitamos
un alma y un ariete, diré, parafraseando al poeta ibero.
Un ariete
para destruir y un alma para construir.
El
descontento era tan grande, la corrupción tan general, que dos revoluciones
militares estallaron al fin: la del 5 de septiembre de 1924 y la del 23 de
enero de 1925.
La
primera giraba a todos los vientos como veleta loca, para caer luego en el
mismo desorden y en la misma corrupción que atacara en el gobierno derrocado,
echando sobre las espaldas de un solo hombre culpas que eran de todos; pero más
que de nadie, de aquellos que, en vez de ayudarle, amontonaban los obstáculos
en su camino.
La
segunda, hecha por un grupo de verdaderos idealistas, se diría que principia a
desflecarse y a perder sus rumbos iniciales al solo contacto de la eterna lepra
del país, los políticos viejos.
¿Hasta
cuándo tendrán la ingenuidad de creer que esa gente va a enmendarse y cambiar
de un solo golpe sus manías del pasado, arraigadas hasta el fondo de las
entrañas, como quien se cambia un paletó?
Dos
revoluciones llenas de buenos propósitos, pero escamoteadas por los prestidigitadores
de la vieja politiquería, de esa vieja politiquería incorregible y con la cual
no hay que contar sino para barrerla.
El país
no tiene más confianza en los viejos, no queremos nada con ellos. Entre ellos,
el que no se ha vendido, está esperando que lo compren.
Y no
contentos con tener la mano en el bolsillo de la Nación, no han faltado
gobernantes que emplearan a costillas del Fisco a más de alguna de sus
conquistas amorosas, pagando con dineros del país sus ratos de placer. ¿Y éstos
son los que se atreven hablar de patriotismo? Roban, corrompen las
administraciones y, como si esto fuera poco, convierten al Estado en un cabrón
de casa pública.
¿Qué se
puede esperar de un país en el cual al más grande de los ladrones, al que
comete la más gorda de las estafas, se llama admirativamente: ¡Gallo padre!?
Este es un peine, dicen, y lo dejan pasar sin escupirle el rostro.
Se dice
que el robo lo tenemos en la sangre, que es herencia araucana. Bonita disculpa
de francachela. Pues bien, si lo tenemos en la sangre, quiere decir que hay que
extirparlo cortando cabezas. Por ahí sale la sangre. Si no hay más remedio, que
salga como un río.
¡Que
mueran ellos, pero que no muera el país!
Que suban
al arca unos cuantos Noé y los demás perezcan en el diluvio de la sangre
pútrida.
Como la
suma de latrocinios de los viejos políticos es ya inconmensurable, que se
vayan, que se retiren. Nadie quiere saber más de ellos. Es lo menos que se les
puede pedir.
Entre la
vieja y la nueva generación, la lucha va a empeñarse sin cuartel. Entre los
hombres de ayer sin más ideales que el vientre y el bolsillo, y la juventud que
se levanta pidiendo a gritos un Chile nuevo y grande, no hay tregua posible.
Que los
viejos se vayan a sus casas, no quieran que un día los jóvenes los echen al
cementerio.
Todo lo
grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los
jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los 29 años.
Carrera, a los 22; O’Higgins, a los 34, y Portales, a los 36.
Que se
vayan los viejos y que venga juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados
de entusiasmo y de esperanza.