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El contraste entre el hecho de que el presidente Donald Trump apoyara,
  el domingo pasado, a la coalición de Arabia Saudí y los suníes contra
  el malvado Irán, cuando, menos de 48 horas antes, las
  multitudes manifestaban su alegría por la abrumadora victoria de Hassan
  Rohaní en las elecciones presidenciales, es prueba -por si hacía falta- de
  que la estrategia a largo plazo de Estados Unidos en Oriente Medio es un
  desastre. Barack Obama intentó dialogar con Teherán, e incluso su sucesor no
  puede querer romper el acuerdo nuclear que firmaron seis grandes potencias
  (EE.UU. entre ellas) con el país en 2015. Al insinuar que Irán es el origen
  de todos los problemas en Oriente Medio, Trump está respaldando una versión
  suní de la historia que no comparten, ni mucho menos, todos los líderes
  suníes. Kuwait, por ejemplo, no está de acuerdo, y la mirada de asombro en
  algunos rostros árabes cuando habló Trump ante ellos el domingo era muy
  significativa. Tomar partido en el enconado conflicto entre chiíes y suníes
  no contribuirá a la paz en la región, porque los argumentos religiosos, la mayoría
  de las veces, sirven para enmascarar intereses regionales, sectarios y
  económicos. Además, que el presidente estadounidense denunciara el extremismo
  islamista en la capital del wahabismo -cuyos dirigentes han dedicado
  100.000 millones de dólares a propagar su intolerante versión del islam en
  todo el mundo- dejó a muchos observadores veteranos de la política en la
  región confusos e incluso desolados. 
 ¿Cómo interpretar la reciente elección presidencial iraní ante el decidido
  apoyo del presidente estadounidense a los gobernantes más estrictos, como los
  de la mayoría de los Estados del Golfo y Egipto? Los observadores de Europa y
  Estados Unidos se dividen en dos bandos: los que piensan que todas las
  elecciones presidenciales celebradas desde la caída del Sha en 1979 son una
  farsa y los que dicen que hay que matizar. Entre estos últimos, algunos dicen
  que la contienda enfrentaba a un reformista animoso pero, a la hora de la
  verdad, ineficaz -el presidente saliente y vencedor, Hassan Rohaní-, y un
  teócrata de la línea dura, Ebrahím Raisi, antiguo fiscal, del que se dice que
  fue uno de los jueces que dictó las ejecuciones en masa de casi todos los
  presos de izquierdas en 1988.
 
 Hassan Rohaní ha obtenido una victoria aplastante. El acuerdo nuclear firmado
  hace dos años ha permitido que se suavicen las sanciones internacionales y
  que el país recupere decenas de miles de millones de dólares que estaban
  congelados. No se han restablecido aún los vínculos de Irán con el sistema
  bancario internacional, un elemento clave para que lleguen las inversiones
  extranjeras tan necesarias, porque sigue vigente una segunda batería de
  "sanciones secundarias" de Estados Unidos por el presunto
  patrocinio iraní del terrorismo. Ebrahím Raisi prometió que aumentaría los
  subsidios si salía elegido, pero los votantes comprendieron que eso supondría
  la vuelta a la inflación galopante que caracterizó el mandato del predecesor
  de Rohaní, Mahmud Ahmadineyad.
 
 Desde otro punto de vista, se trataba de la disputa entre un candidato
  -Rohaní- que deseaba abrir Irán al mundo, y su rival, que quería todo lo
  contrario. En este último bando está la poderosa Guardia Revolucionaria
  Islámica, una fuerza pretoriana que ha fortalecido su propio imperio
  comercial, entre otras cosas, gracias a las distorsiones económicas
  provocadas por las sanciones contra la República Islámica. Cuando Teherán
  firmó con seis potencias mundiales el pacto para reducir su programa nuclear
  a cambio de suavizar las sanciones, el presidente Obama confiaba en que la
  lenta reintegración del país en los mercados mundiales animara a sus
  dirigentes a otorgar más libertad a sus ciudadanos. Hassan Rohaní cree que
  esa apertura da más oportunidades a los jóvenes iraníes de talento para que
  contribuyan a modernizar la economía nacional. Y está claro que su opinión la
  comparte la mayoría de los votantes, sobre todo los de la clase media
  educada, pero les aguarda un camino difícil, salvo que la Unión Europea, en
  una muestra poco frecuente de valentía, decida no mostrarse demasiado
  estricta con ellos.
 
 La suavización de las sanciones no ha producido los beneficios económicos que
  prometían los firmantes a los iraníes. Ahora que Trump parece dispuesto a
  endurecerlas de nuevo y a jugar la baza saudí -que haya escogido el reino al
  que tan a menudo insultó durante la campaña de 2016 para su primera visita al
  extranjero dice mucho de su cinismo-, no es probable que Irán obtenga más
  ventajas del acuerdo a corto plazo. Sin embargo, como demostraron las
  sanciones vigentes durante décadas contra Sudáfrica, para los países que
  poseen técnicos bien preparados y están muy motivados, el aislamiento
  internacional, a medio plazo, puede ser ventajoso. Irán no puede ser barrido
  por las bombas ni mucho menos desaparecer del mapa, conserva estrechos
  vínculos con India, Rusia, China y tiene relaciones amistosas con Omán y
  Kuwait.
 
 No está claro si la victoria de Hassan Rohaní aportará más libertad a los
  jóvenes iraníes, pero es importante en otro sentido: le permite intervenir en
  la elección del sucesor al enfermo Líder Supremo, el ayatolá Jameneí. También
  podrá influir en que la guerra implacable entre Irán y Arabia Saudí siga
  destruyendo Yemen o no y en qué grado de respaldo va a seguir ofreciendo
  Teherán al régimen de Basher al Assad en Siria.
 
 Los líderes occidentales no se atreven a criticar a Arabia Saudí, un país que
  les proporciona tantas y tan lucrativas operaciones de venta de armas: no hay
  más que ver los jugosos contratos firmados en Riad durante la visita de
  Trump. Prefieren luchar contra lo que denominan el extremismo yihadista sin
  tener en cuenta las consecuencias destructivas de la política saudí para sus
  intereses en el Sahel, el Magreb y Oriente Medio. Estados Unidos nunca ha
  reconocido que los saudíes desempeñaron un papel crucial en el 11S ni que
  Irán le ofreció una ayuda muy valiosa contra los talibanes en Afganistán.
  Arabia Saudí está de acuerdo con Israel, uno de los grandes enemigos de los
  iraníes, en que es preciso impedir que se haga realidad el empeño de la
  República Islámica de construir un Creciente Chií en tierras árabes. Riad no
  es el único Estado suní que piensa que Occidente se ha dejado seducir por los
  argumentos del ministro de Exteriores iraní y principal negociador del tema
  nuclear, Mohammed Javad Zarif. Y esa misma opinión la comparten muchos
  asesores de Trump. El verdadero rostro de Irán, afirman, es el del general
  Qassem Soleimani, el brutal jefe de la brigada Al Quds, el brazo
  expedicionario de la Guardia Revolucionaria. La utilización que ha hecho de
  sus tropas para dominar Irak y tener un papel fundamental en Siria hace que
  la mayoría de los líderes suníes e Israel teman a Irán.
 
 Los detractores de Irán olvidan convenientemente que fue la invasión de Irak
  encabezada por Estados Unidos la que le dio la oportunidad de intervenir en
  el país vecino, una oportunidad que la República Islámica aprovechó con
  gusto, y que fue Occidente el que dio al difunto dictador iraquí, Sadam
  Huséin, las armas químicas que empleó para matar a decenas de miles de
  soldados iraníes en los 80, por no hablar de los kurdos. Tal vez ahora
  resulte útil apoyar a Riad en su lucha contra Teherán, pero ¿es prudente a
  largo plazo? Irán tiene más de 80 millones de habitantes, una cultura que
  Arabia Saudí nunca puede aspirar a igualar y un consenso nacional en materia
  de política exterior que ni EE.UU. ni los suníes pueden romper con sus
  sanciones.
 
 Las sanciones están respetándose: la mayoría de las grandes empresas
  mundiales se mantienen apartadas del país. Los ciudadanos estadounidenses
  tienen prohibido participar en cualquier actividad relacionada con Irán. Los
  inversores internacionales no pueden utilizar el sistema bancario
  internacional para financiar negocios en el país. El banco francés Paribas
  tuvo que pagar una multa de 8.900 millones de dólares por infringir las sanciones
  estadounidenses. Las multinacionales están deseando entrar en un país que
  tiene unas reservas de hidrocarburos equivalentes a 150.000 millones de
  barriles de petróleo y más de 1.000 toneladas de pies cúbicos (más de 28
  billones de metros cúbicos) de gas natural. Las infraestructuras para
  desarrollar y exportar el gas y el crudo ya existen, pero necesitan mejoras.
  Este sector y el de las nuevas tecnologías son una mina de oro para los
  expertos técnicos y legales. Irán no puede aumentar su producción actual de
  petróleo, 3,8 millones de barriles diarios, para alcanzar el objetivo del
  Gobierno de 5 o 6 millones, ni puede producir gas en una cantidad
  significativa para la exportación, sin la plena participación de empresas
  internacionales. Al mismo tiempo, las sanciones han obligado a los iraníes a
  desarrollar su creatividad en ciertos campos, como el de las turbinas de gas.
  Al contrario de lo que pasa en Arabia Saudí, que se detendría por completo
  sin las decenas de miles de técnicos y directivos extranjeros que manejan el
  sector de los hidrocarburos, Irán ha seguido adelante.
 
 La compañía francesa Total sí está haciendo negocios con Irán. Ha acordado la
  creación de una empresa mixta para desarrollar la Fase 11 del inmenso
  yacimiento de gas de Pras Sur, en sociedad con la empresa estatal china CNPC
  y con la financiación de los bancos chinos, que hacen caso omiso de las
  sanciones estadounidenses. La empresa estatal india ONGC ha presentado una
  propuesta de 3.000 millones de dólares para desarrollar el yacimiento de gas
  Farzad B, en la que participan también las rusas Rosneft y Lukoil. Ninguna de
  estas compañías está técnicamente a la altura de las grandes empresas
  occidentales, pero quizá muestran por dónde irán las cosas en el futuro.
  Estados Unidos no va a poder seguir imponiendo sus opiniones eternamente: las
  empresas chinas e indias tienen cada vez más importancia. No parece probable
  que los estadounidenses quieran enzarzarse en una nueva guerra en Oriente
  Medio, y mucho menos con Irán. Si hubiera otra guerra, la estabilidad de
  Arabia Saudí y los Estados del Golfo, que necesitan a trabajadores
  extranjeros cualificados y trabajadores nacionales no cualificados para
  proveer los servicios esenciales, podría correr más peligro que la iraní.
 
 Irán ha demostrado que es un aliado valioso en la lucha contra ISIS, que,
  según Trump, es su objetivo fundamental en política exterior. Para sus
  ciudadanos, al margen de sus sentimientos sobre los defectos del régimen
  (falta de libertad, escasez de agua, carestía en puestos de trabajo
  cualificados, corrupción, etcétera), la seguridad es su preocupación
  fundamental. Son conscientes de su importancia geopolítica y quieren mantener
  sus fronteras seguras. En su mayoría están de acuerdo con lo que hacen sus
  dirigentes para defender los intereses del país en Oriente Medio,
  independientemente de lo que opinen sobre su política interna. Existe el
  consenso de que, desde el derrocamiento del primer ministro, democráticamente
  elegido, Mohammed Mossadegh, en 1953, hasta el apoyo al difunto Sha y a Sadam
  Huséin, los británicos -y más recientemente, los estadounidenses- llevan dos
  siglos de injerencia en el país. Los iraníes no han olvidado el gran juego
  que enfrentó a Rusia y Gran Bretaña en el siglo XIX y principios del XX, y en
  el que los intereses de las dos potencias contaron siempre más que los de
  Irán.
 
 Los iraníes detestan la hegemonía puritana de los teócratas que los gobiernan
  y la red de poder y privilegios que controla el país, pero están de acuerdo
  con lo que dijo el líder de la Revolución Islámica de 1979, el ayatolá
  Ruholla Jomeinií: "Nos importa un pimiento (Estados Unidos)". Los
  iraníes conocen su historia, mientras que los estadounidenses no son capaces
  de recordar lo que sucedió el día anterior. Y Trump es el dirigente más ignorante
  de la historia de EE.UU. Los que le apoyan hoy son los que en 2003 estaban
  convencidos de que la invasión de Irak iba a ser pan comido, Bashar al Assad
  no duraría en el poder y Estados Unidos podría construir una democracia
  estable en Afganistán. Hoy parece que han decidido apoyar a Arabia Saudí. Si
  nos fiamos de los antecedentes, es posible que la visita de Trump a Riad pase
  a la historia como otro gran error.
 
 Cuando Barack Obama fue reelegido, llegó a la conclusión de que bombardear
  las instalaciones nucleares iraníes era una locura y era mejor volver a
  atraer a Irán al concierto de naciones. Donald Trump no está de acuerdo, y
  comparte la opinión saudí de que Teherán es el diablo encarnado. El
  presidente estadounidense va a garantizar que Irán se mantenga cerrado... por
  ahora, independientemente de quién obtuvo la victoria en las elecciones del
  viernes pasado. Los iraníes expresaron sus deseos y sus frustraciones en las
  urnas, algo que no pueden hacer los ciudadanos en ningún otro país suní salvo
  Túnez. La victoria de Hassan Rohaní ofrece un atisbo de esperanza en una
  región bañada en sangre.
 
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