Mi primer problema con Pepe Mujica
es que no le entiendo nada cuando habla. Habla con la boca cerrada, como
un ventrílocuo, pero sin un muñeco que lo interprete. Arrastra las palabras,
como si no quisiera soltarlas, como un jugador de ajedrez que se queda con la
ficha en la mano porque teme dejarla en tal o cual casillero y eterniza el
movimiento, enervando al contrincante. Me pasa con él como con las películas
españolas en la tele, que sólo las entiendo con subtítulos. Pero a Mujica no
lo subtitulan, sólo lo aplauden: aunque estoy seguro de que quienes lo
aplauden tampoco entienden lo que dice. Lo aplauden porque tiene pinta de
pobre, porque tiene un perro con tres patas, porque no tiene la menor
relevancia en el mundo; pero en ningún caso por lo que efectivamente está
diciendo.
El segundo problema es que Mujica nació a la política como guerrillero en uno
de los países más estables y libres de América Latina. Hasta la violenta irrupción
en la vida política uruguaya —en los años sesenta del siglo pasado— de los
Tupamaros, de los cuales Mujica era un de los líderes, Uruguay era conocido
como la Suiza de América Latina. Su democracia era sólida, su vida cotidiana,
afable y liberal. La gran preocupación de su poeta revolucionario, Mario
Benedetti, era que la gente de clase media se aburría demasiado en la
oficina, lo que hoy sería considerado una bendición. Querían sangre,
revolución, muerte, en contra de la democracia. Ese es el antecedente
político de Pepe Mujica. Los Tupamaros asesinaron a civiles indefensos,
secuestraron a diplomáticos de países que jamás perjudicaron al Uruguay,
quemaron automóviles de personas inocentes, robaron bancos donde se guardaban
los ahorros de honestos trabajadores. El propio Mujica asesinó por la espalda
a un policía, en pleno periodo democrático, en 1971, sin que el oficial
hubiera hecho otra cosa más que estar de uniforme defendiendo la seguridad de
un gobierno libremente elegido por el pueblo. Un crimen de esa naturaleza,
atroz e injustificable, no debería ser el lanzamiento de una carrera política
sino penitenciaria.
Pero Mujica no sólo atravesó su periodo presidencial, sino que además ahora
dicta conferencias, como los rugbiers de la película Viven, que desde
entonces “viven” de dar conferencias. Quizá Mujica pudiera dar conferencias
tituladas Mueren (los demás). Ese no es un problema particular del Uruguay
sino de toda América Latina, comenzando por la Venezuela que encumbró al
golpista y asesinoHugo Chávez como presidente vitalicio y un poco más
también (ya que siguió gobernando algunos meses después de muerto). No
casualmente, era compadre ideológico de Mujica. A Chávez sí se le entendía
todo, lamentablemente, cuando hablaba; a Maduro no se le entiende ni
aunque pronuncie a la perfección. Pero Mujica pertenece a esa larga tradición
de líderes latinoamericanos que arruinaron democracias medianamente exitosas
y las rebajaron al punto de ser ellos mismos elegidos como presidentes.
Parafraseando aquella frase de Groucho Marx de que nunca se
inscribiría en un club que lo aceptara como socio, podemos decir que Mujica,
en su debut político de los sesenta, contribuyó a arruinar al Uruguay hasta
el punto que lo eligieran a él como presidente. Bastaría con leer la
estupenda memoria de Geoffrey Jackson, "Secuestrado por el
pueblo", del embajador británico encerrado en un sucucho, también en
1971, para comprender lo despreciables que eran los Tupamaros de Mujica.
No escarmentado con participar de una
organización que secuestraba diplomáticos de países amigos y democráticos,
Mujica, ya como presidente, intentó terciar en asuntos internacionales que le
resultaban tan ajenos como las propias soluciones que nunca encontró para el
Uruguay, como reducir la desigualdad social o elevar el nivel educativo. Mujica
ingresó al Uruguay dos grupos de refugiados: expresidiarios de la cárcel
de Guantánamo y refugiados sirios. Un somero paneo por los sitios de noticias
del Uruguay y del mundo revelan que la mayoría de los refugiados sirios se
quieren marchar de ese país: ven su futuro negro, desprecian el lugar que los
acogió y, en particular, a su confundido expresidente. Por ponerlo en
palabras del prestigioso medio uruguayo El Observador: “Las cinco familias de
refugiados sirios que ingresaron a Uruguay en octubre de 2014, en el marco de
un programa de reasentamiento de refugiados, continúan acampando en Plaza
Independencia como forma de protesta. Se instalaron con valijas, colchones,
mantas y una carpa en la mañana del lunes, para exigir que el gobierno les
permita salir del país y ser acogidos como refugiados en otra nación. Sin
embargo, el gobierno uruguayo no tiene incidencia en la actitud que otros
países adopten frente a personas que piden la categoría de refugiados. Los
sirios instalados en Uruguay tampoco tienen medios para pagar sus pasajes
hacia otros países”.
De modo que no sólo no mejoró un ápice la suerte de los refugiados, sino que
además generó caos y desarreglos entre sus compatriotas; inventó un conflicto
de hostilidades identitarias donde hubiera alcanzado con no hacer nada para
que el propio Uruguay recuperara por completo la armonía interrumpida décadas
atrás por los propios Tupamaros de Mujica. Tanto los refugiados sirios como
los expresidiarios de Guantánamo han sido denunciados por golpear a sus
parejas. Recientemente, uno de ellos, Omar Abdelhadi Faraj, fue
detenido por agredir a su mujer. Algunos exreclusos de Guantánamo a los que
Mujica asiló reclaman un triunfo de Al Qaeda en el Uruguay. Con un
poco de suerte, quizá refloten a los Tupamaros. Los refugiados sirios también
se niegan a llevar al colegio a sus hijos: otros de los éxitos diplomáticos
del campechano Pepe Mujica. Cuando uno piensa cuánto mejor hubiera hecho en
simplemente no matar a un policía por la espalda, descubre que la gran
responsabilidad de un hombre no es mejorar el mundo, sino tan sólo no
empeorarlo.
Es cierto que Mujica anda como cualquier otro ciudadano por la calle, pero la
mayoría de los presidentes uruguayos hicieron lo mismo, antes y después de
que los Tupamaros arruinaran la estabilidad del primer mundo que campeaba en
ese pequeño país. No podemos decir lo mismo del resto de los uruguayos:
durante la presidencia de Mujica, la inseguridad en Montevideo ascendió a
niveles alarmantes, desconocidos para esa ciudad tradicionalmente libre de
sobresaltos.
También es cierto que el conflicto por las papeleras involucró en partes
iguales, en cuanto a torpeza y chauvinismo, tanto a Mujica como a la señora
de Kirchner, dos dechados de incapacidad intelectual y desequilibrio
conductual. Pero Mujica llegó tan lejos como para mentar a la Kirchner en los
siguientes términos: “Esta vieja es peor que el tuerto”. Afortunadamente,
ambos países eran lo suficientemente irrelevantes como para no representar
una amenaza el uno contra el otro ni respecto del mundo, pero Dios nos libre
si a Mujica le hubiera tocado resolver la Crisis de los Misiles o el
Conflicto del Beagle.
Mujica es como esos cuadros impresionistas que nadie entiende pero todos elogian.
Su bonhomía y su avanzada edad lo convierten en el jubilado bueno; pero ese
es un rol interesante para dar de comer a las palomas, no para presidir un
país.
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