El miedo como instrumento
de poder
PUBLICADO EN EXPANSIÓN
El terrible goteo de muerte y
sufrimiento que hemos vivido ha creado un trauma colectivo agravado por el
cruel confinamiento y por el depresor martilleo del sensacionalismo mediático,
creador de una imagen distorsionada del SARS-CoV-2. Asimismo, algunos
especialistas han trasladado unos niveles de incertidumbre innecesarios al
desacreditar, con un empirismo desmesurado, aquello que no estuviera
“comprobado” (casi todo en una enfermedad nueva) y equiparar constantemente,
quizá por impericia estadística, lo posible – aun de probabilidad remota – con
lo probable. Estos factores han consolidado el peor miedo de todos: el miedo a
lo desconocido, que se ha convertido en instrumento de poder. En efecto, una
población aterrorizada es una población sumisa, por lo que existe un interés
gubernamental en mantener un estado de psicosis que justifique el poder dictatorial
del que goza bajo la tapadera de la epidemia y con el que asusta a la oposición
con el hipotético rebrote, hasta ahora inexistente en países que han abandonado
el confinamiento[1].
Emerson decía que el antídoto del miedo es el conocimiento. Conozcamos pues la
plétora de datos esperanzadores sobre un menguante Covid-19 (pueden consultar
las fuentes en www.fpcs.es).
En circunstancias normales es poco
probable contagiarse del coronavirus al aire libre (no me refiero a eventos
multitudinarios, estáticos y vocingleros, pues según los expertos reuniones
masivas con gritos o cantos son focos súper propagadores[2]).
Un estudio realizado en Japón defiende que es 19 veces más probable contagiarse
de Covid-19 en un espacio cerrado que al aire libre[3];
otros estudios apuntan a que casi todos los contagios ocurren en entornos
cerrados[4],
esto es, en hogares (80%), residencias, transporte público y hospitales[5].
Esto explica que los confinamientos hayan sido un fracaso sanitario con enorme
mortalidad en países de reacción negligente, incompetente y tardía como España.
También cuestiona la acientífica obligatoriedad de portar mascarillas al aire
libre. De hecho, abunda la literatura médica crítica con el uso generalizado de
mascarillas por su ineficacia, su mal uso y sus contraindicaciones[6] [7],
incluyendo riesgos para la salud – sin contar con la compra obligada de
millones de unidades diarias. Por tanto, la repentina obligación de llevar
mascarillas por la calle cuando el virus está claramente remitiendo (y no
antes) sólo puede explicarse desde la voluntad de sostener artificialmente una
paranoia colectiva. Resulta un llamativo ejercicio de cinismo que los sumos
sacerdotes del confinamiento, los mismos que impedían que pasearan juntas
familias que convivían confinadas y que ahora obligan a las mascarillas,
defiendan que una manifestación con decenas de miles de personas apelotonadas y
gritonas no supone un peligro para la salud pública.
Las dudas respecto a la inmunización
de los que superaban una enfermedad vírica como el Covid-19, incongruentes con
confiar en una posible vacuna, han quedado resueltas: la práctica totalidad de
quienes superan la enfermedad desarrollan anticuerpos[8].
Es probable que la inmunización dure años[9] y,
aunque no pueda extrapolarse, resulta alentador que los que superaron el
SARS-CoV-1 sigan teniendo anticuerpos 17 años después [10].
La existencia de pacientes que
seguían dando positivo tras pasar el Covid-19 parecía encerrar un misterio que
no era tal. En palabras de una viróloga norteamericana, “no sólo es posible,
sino habitual, detectar ARN vírico sin que haya ningún virus infeccioso
presente, puesto que los pacientes recuperados pueden continuar produciendo ARN
vírico sin que estas partículas sean infecciosas” [11].
Tras realizar un seguimiento a este tipo de pacientes, las autoridades
sanitarias de Corea del Sur han confirmado este extremo: los tests PCR
“identifican equivocadamente materia vírica inerte con infección activa de
Covid-19”[12],
es decir, no distinguen entre virus infeccioso y ARN no infeccioso[13],
y “quienes se recuperan completamente del Covid-19 no pueden transmitir la
enfermedad a otros”[14]:
no pueden contagiar ni ser contagiados.
El contacto con superficies
infectadas es una vía de contagio posible pero poco efectiva[15],
lo que choca con el sensacionalismo mediático que desvirtuó las conclusiones de
un único estudio[16] que
mostraba que, en ambiente protegido de laboratorio, el SARS-CoV-2 (como otros
virus) tenía una vida media de varias horas en ciertas superficies. El Centro
de Control y Prevención de Enfermedades norteamericano (CDC) siempre ha mantenido
que “aunque sea posible infectarse tocando una superficie y llevándose la mano
a la cara y aún seguimos aprendiendo de este virus, no se cree que ésta sea la
principal forma en que el virus se propaga[17],
y dada su precaria supervivencia en superficies, probablemente el riesgo de
contagio procedente de comida o embalajes sea muy bajo[18] “.
Con parecida calma se manifiesta el organismo equivalente europeo (ECDC): “la
cantidad de virus viable decae con el tiempo en superficies y puede no
presentarse siempre en cantidad suficiente para causar infección”[19].
Medidas de higiene sensatas como el lavado de manos son imprescindibles
(reforzadas para población de riesgo), pero sin caer en comportamientos
excéntricos que conducen a trastornos obsesivo-compulsivos. Recuerden el bulo
del peligro de contagio por el asfalto, despreciado en su día por virólogos
italianos por carecer de base científica[20].
Otra fuente de esperanza es la estacionalidad
del coronavirus. Los científicos sabían que “los virus con envoltorio o cápsula
[como el SARS-CoV-2] presentan una estacionalidad muy, muy definida[21]”,
y la carga viral ha ido descendiendo conforme avanzaba la estación[22]:
según un virólogo italiano, “el coronavirus ha perdido mucha fuerza, las
infecciones hoy son mucho más atenuadas y hay incluso pacientes ancianos con
síntomas muy ligeros”[23].
Italia, cuyo gobierno afirma no querer seguir manteniendo a sus ciudadanos
“prisioneros” (al contrario que el nuestro), ha decidido reabrir el país por
completo.
Respecto a noticias de niños
afectados por un síndrome similar a la enfermedad de Kawasaki, la Fundación de
la Enfermedad de Kawasaki del Reino Unido ha criticado “el sensacionalismo de
los medios”[24],
afirmando que sólo hay 3 casos por millón de niños. Aunque continúa
investigándose una hipotética relación causal con el coronavirus, el propio
ECDC ha emitido una nota prudente pero tranquilizadora[25].
Estadísticamente, el Covid-19 no es
una enfermedad sino dos: para una mayoría de la población (personas sanas por
debajo de una edad) es una enfermedad que cursará mayoritariamente asintomática
(hasta en el 80% de los casos[26])
o leve, con una mortalidad (IFR) bajísima, quizá del 0,05%-0,1%[27] [28].
Para una minoría de la población, definida por factores de riesgo que se
incrementan a partir de los 60 años, es una enfermedad potencialmente grave con
tasas de mortalidad mucho mayores y que exige precaución. Dada esta marcada
diferencia (una dispersión muy elevada), la letalidad “media” del Covid-19 es
poco representativa, pero según el epidemiólogo de Stanford John Ioannidis
debería ser inferior al 0,4%[29],
pudiendo superarse en focos locales (como hemos visto) por la congestión del
sistema sanitario y por la “desafortunadísima medida de devolver a las
residencias de ancianos a pacientes infectados”[30].
El opaco estudio provisional de seroprevalencia del gobierno apunta a que la
mortalidad media (IFR) en España rondaría el 1,5%. Los loables tests masivos de
algunos Ayuntamientos probablemente acaben concluyendo que la cifra real es
inferior.
El confinamiento indiscriminado (una
medida “basta y medieval”, según el Premio Nobel Michael Levitt)[31],
ha aislado a quienes no hacía falta aislar mientras abandonaba a los más
débiles. Contrariamente a la propaganda, y aunque todo juicio sea
necesariamente prematuro, es dudoso que a largo plazo y a nivel global haya
salvado vidas (quizá cueste vidas), pero es seguro que ha sido un desastre
psicológico, social y económico y creo será considerado un error histórico. Uno
de sus perniciosos efectos ha sido el poder dictatorial absolutamente fascista
creado bajo coartada sanitaria. Sin embargo, su consecuencia más lamentable ha
sido condenar a nuestros mayores a morir solos y angustiados, privados por
imperativo legal de consuelo emocional o espiritual y de la compañía de sus
seres queridos. Este acto de barbarie impropio de sociedades civilizadas
ejemplifica los límites intolerables cruzados por el gobierno al amparo del
miedo. Nunca más debemos permitirlo.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
www.fpcs.es